Por: Adlai Stevenson Samper
—Suelo llegar todos los días a las dos de la mañana, pero hoy me tocó a las una pues llegaba una carga de guayaba palmarina (de Palmar de Varela) y como es la mejor la pelean y nada dejan —explica un vendedor, con una camiseta del equipo Junior de Barranquilla, mostrando su producto estrella en una acera repleta de tenderetes en donde se exponen alimentos en el mercado público de la ciudad. Le hago un pertinente elogio sobre sus premuras de oficio en la madrugada y sonríe.
—Que va, soy de los que llega tarde. Vaya al interior del mercado de carnes para que allá le digan quienes son los verdaderos tempraneros.
El mercado de carnes de Barranquilla, nombre pomposo y de engaño, se encontraba ubicado originalmente en un pabellón del viejo edificio construido por el ingeniero venezolano José Félix Fuenmayor junto a su socio Tiburcio Hemmer bajo el impulso de la promotora The Barranquilla Market Co.
Fue inaugurado el 10 de septiembre de 1885 sobre un terraplén construido por la Junta de Canalización de la Ciénaga creando una especie de ribera artificiosa en el caño de La Ahuyama que a la larga sería su acuático epitafio. En el proyecto estaba asociado el municipio con los constructores, pero –tal como sucede hoy-, ante la falta de fondos se vieron obligados a recurrir al prestamista de la época, el banquero Esteban Márquez, que pidió en garantía beneficios sobre el capital invertido.
Eran una serie de galerías con locales comerciales y colmenas ubicados entre el caño con tres cuadras de extensión desde la calle del Recreo, el callejón de Pica Pica, el paseo y malecón Rodrigo de Bastidas ocupados por una vasta legión de vivanderas, carniceros, buhoneros de artificios para el hogar, expendedores de frutas, verduras, legumbres y cacharreros. Debajo del edificio quedaron unos túneles que cuando el río Magdalena se encontraba en creciente, pasaban a inundar las calles adyacentes llegando en ocasiones hasta los extremos de la plaza de San Nicolás. El edificio fue demolido en la década de los 90 para permitir la ampliación de la calle 30 mientras al caño se le construía una especie de box culvert que lo convirtió en una perfecta alcantarilla y apareció un edificio anodino con el femenino nombre de plaza Magola.
Pero eso es historia antigua, así que entro al actual mercado de carnes construido sobre la ribera del caño en Barranquillita a finales de los 50 y al cual se le fueron adicionando alas y bodegas hasta su estado menesteroso actual. Suciedad por todos los costados en pisos disimiles de un oscuro sucio, las paredes igual mostrando un acumulado de telarañas y signos productos de los tiempos mientras los expendedores solemnes, con sus cuchillos afilados en las manos, parece cirujanos con sus batones blancos embadurnados de sangre, el tapabocas en la barbilla para prevenir el virus ofreciendo a gritos su mercadería:
—Vísceras, lomo, jarrete…
Algunos puestos se encuentran misteriosamente cerrados y pregunto la razón de tan extraña circunstancia.
—Ya vendieron y se fueron.
—Tan temprano?, pregunto.
—¿Cuál? —responde uno —si llegaron anoche a las 7.
La explicación de abrir un expendio de carnes –varios- a esas horas vespertinas del día anterior no parecen convincentes. Indican que precisamente es el tiempo en que vendedores mayoristas de carne de ganado llegan con su mercancía para surtir a los puestos. Les pregunto si se trata de alguna empresa frigorífica y tras mirarse entre ellos responden:
—Son vendedores desde hace años de carne. La verdad es que no sabemos quiénes son los proveedores.
Ante mi desconfianza por este inusual hecho que brincaría normas de salubridad en cuanto a cadena de frío y procedencia certificada, acotan:
—Pero que se sepa, es buena carne. A mí me la trae un camión refrigerado en la madrugada, —señala otro— pues tenemos diversos mayoristas.
La carne se encuentra colgada en tubos de hierro. Impúdicamente gotea sangre que cae lenta en el mesón del expendedor. De allí es bajada ante los requerimientos de la clientela y sobre una mesa de baldosines blancos –o que parecen- cortan secciones por libra, las pesan rapidamente y embalan en bolsas plásticas. La carne regresa otra vez a los colgandejos hasta que lentamente, en el transcurso de la mañana, desaparece. Lo que queda, si tal inusual hecho sucede, se mete nuevamente en un refrigerador para tratar de conservarlas, aunque a estas horas la cadena de frío es un embeleco.
Pero no se ven refrigeradores a la vista. Ni cuartos fríos. Y si los hay se encuentran tras algunas de las tantas paredes y vericuetos de estos edificios. El panorama en el vecino edificio del pabellón del pescado es desolador. El 90% de los puestos se encuentran vacíos. Dos o tres expendiendo unos raquíticos pargos rojos que cuestan mucho, pero mucho más que una libra de carne fina. Sin refrigeración. Bagres, unas cuantas mojarras y una cabeza gigantesca de ojos saltones apta para sancocho de pescado. No hay más.
—No sé qué pasa. No están trayendo el pescado aquí. De pronto lo llevan para otros comercios del mercado, pero aquí, como bien lo puede ver. No hay. Ni siquiera camarones, ni raya ahumada. Desaparecieron los pescados y los clientes. Tengo tres horas aquí, desde las 3 de la mañana y todavía tengo esas dos manos –ocho piezas- que ve aquí. Se las vendo barata en liquidación.
Regreso al expendio, ciertamente más grande y mejor acondicionado de uno de los expendedores de carne que empieza su jornada laboral a las 7 de la noche y termina a las 12 del día siguiente, duerme en la tarde y retorna otra vez. Dice que los vendedores de carne de ganado llegan a esas horas pues es más fácil el ingreso y que además alguna clientela viene de noche de compras pues los precios son más accesibles y pueden escoger las mejores piezas exhibidas.
Pero de noche el mercado de Barranquilla cambia. En las sombras aparecen una horda de drogadictos que duermen en extraños espacios durante el día y cual fantasmas aparecen en las penumbras encendiendo cigarros de base barata de coca en los callejones, consumiendo alcohol Chamberlain, una mezcla de alcohol antiséptico con agua o gaseosa, deambulando perdidos en sí mismos buscando una y otra vez las dosis que les permitan sostenerse en las alturas del embale.
Llegan las prostitutas enfundadas en lycras ajustadas en donde no hay que dejarle cabida a la imaginación pues igual a la carne en los expendios, todo se encuentra a la vista para efectos de producir los efectos en la potencial clientela que aprovecha rincones, intersticios o viejas edificaciones casi en ruinas en donde les alquilan habitaciones por media hora. Los costos oscilan entre 5000 y 10.000 pesos de acuerdo a los requerimientos.
Llevan en la mano un termo de tintos. Por las circunstancias de poli función de oficio las llaman “tinto compuesto” o “tinto envenenado”, casi todas de nacionalidad venezolana al igual que los dependientes de verdulerías, plátanos en malla y vendedores callejeros de accesorios celulares. Cualquiera, oyendo el singular cántico “veneco”, tal como les dicen, se imaginaría encontrarse en el mercado de Las Pulgas, de Maracaibo, dónde se generó uno de los mayores brotes del covid 19 en Venezuela o en la plaza de Petaré, 23 de enero o Catia en Caracas. El lumpenproletariado bolivariano suelto de madrina, conviviendo con el lumpeproletariado criollo a veces desalojándolos de sus espacios tradicionales.
De noche todos los gatos son pardos y en el mercado de Barranquilla se convierten en oscuro. El que da papaya en la calle y no sabe por dónde anda es víctima de un atraco sin atenuantes. Nadie dice nada. Los pocos policías se estacionan en una vieja duster Renault o colocan sus motos en los sectores neurálgicos del comercio. Los alrededores, más allá de los ámbitos del comercio organizado, son territorio de nadie, vedado a la civilización occidental y sus instituciones en donde lo anormal es el pan cotidiano.
Nadie lo dice abiertamente pero el mercado de Barranquilla tiene controladores que son los determinantes para el ingreso de mercancías, tránsito de camiones y la delincuencia callejera, que no se atreve a tanto, se conforma con algunos restos que quedan de las migajas pues son conocedores de las fronteras invisibles al interior del mercado. De hecho, en horas del día, ninguno se atreve a robar por el temor a ser ajusticiado por los iracundos expendedores de alimentos que los mantienen a raya con el imbatible argumento que si les permiten sus lisuras alejan de estos parajes a la posible clientela.
En una esquina un vendedor de cebolla y su mujer explican que son de Ocaña, Norte de Santander y que le compran su mercancía a los camioneros que provienen de esa región, viejos conocidos suyos, a buenos precios a los que ellos les sacan la correspondiente ganancia. Además, dice orgulloso “son las mejores cebollas de por acá pues me las traen a mi especialmente”.
A las 10 de la mañana aparecen los predicadores con su carga de admoniciones. “Arrepientete, pecador, sal de esos demonios del trago y el sexo que el señor se apiadará de tus pecados”, megáfono en mano, sudando a mares con su camisa clásica blanca abotonada y coronada con una corbata negra, que ofrece garantía de seriedad en lo concerniente a los asuntos celestiales.
Las ubicaciones para estos vendedores encendidos de verbo caliente son en los lugares de alto tránsito, en las puertas de los edificios, en la calle 30 con carrera 20 de julio y en general en donde creen que tenga audiencia. Aparece el culebrero paisa, el medico homeópata con frascos que promete milagros para el hígado, desintoxicar los riñones, mejorar la erección que en algunos casos; óigame bien descreídos, puede demorar tres horas, tres horas…y usted que luce cansado, sí, usted, tendrá en este maravilloso compuesto la fórmula para mejorar su vida”.
Todos queremos mejorar la vida, dice la absorta feligresía comercial. Salir de pobres de este moridero cotidiano de basuras y alimentos conviviendo en imperfecto pecado. Todos queremos que el caño tenga otra vez peces y las diáfanas aguas sean la epifanía de una existencia decente en medio de los trotes del trabajo. Fueron mejores días los de esas corrientes de agua con sus botes, canoas, buques transportando alimentos y variada mercadería.
El agua aparecía desde abajo y desde el cielo en forma tempestuosos aguaceros que convertían las calles en barriales imposible de caminar y las aguas del Magdalena, desbordadas sobre si mismas, subían tanto que era menester construir improvisados puentes sobre las aguas en donde flotaba la basura emanando olores fétidos. Con el encauce grosero de los caños a manera de un box culvert, todo controlado, las inundaciones quedaron atrás, pero sus riberas fueron cercadas por colmenas con parajes secretos al interior del declive del cemento en donde rondan, en su orden, gallinazos, indigentes, drogadictos, alcohólicos quienes allí mismo defecan y tienen sexo sin pudor. Una comunidad fraterna de las alcantarillas, marginados sociales que se inventaron su hábitat a orillas del caño.
En una de las esquinas del viejo edificio Ferrans hay una de estas entradas al infierno. Rodeado de basuras, perros flacos con macilentos personajes de ojos desorbitados que evalúan con paciencia de agrimensor que puede quitarte o que le puedes dar. Un espacio para entrar al cemento de la ribera, a los nueve círculos dantescos del caño en donde algunos han construido un enorme fogón con ollas ciclópeas en donde meten pieles de res para sacar todo tipo de menjurjes y productos. Los perecidos en vida, los sin familia, desalojados de optimismo y solo pendientes de los cambios del sol y la llegada de las fases de la luna.
Desde el segundo piso del edificio Ferrans, destartalado, se aprecia el conjunto del desastre de los caños, el mercado de granos sin techumbre, lo que queda de las antiguas colmenas Memato y los abigarrados tenderetes, unos encima de otros, entre basuras, en donde se expenden alimentos. Allí cada quien impone su ley, quita, pone, dispone, pelea espacios entre la gritería disputando clientes para sus alimentos que venden a precios bajos pues son los que se van desechando sucesivamente por su baja calidad en la cadena de intermediarios.
“La última vez que metieron maquinaría en estas calles de Barranquillita tiene más de 50 años”, dice un vendedor de papas, “pues llevó por acá desde los 12 años cuando venía con mi papá desde el barrio El Ferry para ayudarlo en su venta de verduras”. Los buses esperan, alergatados, a llenarse de pasajeros, brincando entre los baches del pavimento, esquivando bicitaxis y los carros de madera de los irascibles coteros llevando su carga de sacos, propiciando una eterna congestión de vehículos que además no tienen donde parquearse pues todos los espacios se encuentran copados. El que quiera uno, que de vueltas hasta que lo encuentre y pague los dos mil pesos para que a nadie se le ocurra asaltarlo o desvalijarlo.
Pregunté por la batería de baños en los edificios destinados al mercado. En el de Miami, convertido en centro de ventas de ropa, bisutería, peluquerías y electrodomésticos hay unos en estado aceptable pues gran parte del personal que allí trabaja es femenino. En el de carnes hay uno escondido, pero parece, por sus condiciones lamentables, que nadie lo usa. Así que todos se aguantan o se dan una vuelta por las calles cercanas si tienen premura.
El mercado se desbordó sobre sus mismas inmundicias arrostrado por la indolencia administrativa del antiguo municipio y el ahora flamante distrito. Carece de interés para las elites de gobierno desde hace años y el mercado, en una insólita venganza, taponó los caños convirtiéndolos en una cloaca pestilente del inframundo y después, siempre devorando espacios, subió al centro, se lo trago en sus aconteceres con las basuras y espacios apropiados y anda campante por los lados de Murillo. La Paz es una extensión desde la plaza de La Tenería hasta la calle Caldas de una sucesión de ventas de verduras, frutas, pescados, fritangas y cualquier asunto susceptible de mercadeo.
Mientras en otras ciudades el tradicional mercado fue replanteado en centrales de abasto, en Barranquilla propusieron y construyeron uno fuera de las lógicas de transito urbanos con la consecuencia de su absoluta inutilidad sobreviviendo incólume Barranquillita y el viejo mercado de los afanes reformistas. Un vendedor de revuelto (cilantro y cebollín) dio un soberano diagnóstico de todos esos procesos:
—Nosotros quedamos cerca, aquí mismo, a la vuelta y además al barranquillero le gusta comprar en medio de la basura y la mierda. Por eso todavía existimos.