Tenía planeado visitar a Barranquilla en la temporada de carnavales pero fue misión imposible por los hoteles copados, los vuelos a precios astronómicos y la inminencia en Europa de los primeros estragos y confinamientos a causa del covid 19, dedicado a atribular la aterrorizada humanidad en lo que corre de este año ciertamente infausto de 2020.

Después me enteraría que el carnaval, por lo menos en sus desfiles oficiales, es una sucesión de publicidad y baches, espectáculo repetido como tortura sistemática, cada año. De la que me salvé por fortuna circunstancial.

Regresando al tema de mi viaje, apenas pude realizar la respectiva confirmación tras el levantamiento de los confinamientos la reanudación de vuelos internacionales, empecé a planificar los pormenores de mi visita dada las expectativas que me habían creado amigos nativos de Barranquilla sobre la alegría innata de su terruño, amén de servir de refugio temporal y ámbito de las novelas del nobel García Márquez y las peripecias de la famosa canción se va el caimán que es el tema del telón de boca del teatro Amira de la Rosa pintado por Alejandro Obregón Roses.

En fin, estaba inmerso en todas esas expectativas cuando me entero la semana pasada a través de la agencia de viajes; un día exacto antes de iniciar mi periplo, que Barranquilla había ganado un premio o galardón –no se sabe exactamente que es- como destino turístico cultural otorgado por la World Travel Awards y considerados por los entendidos en esas unidades de negocios como los premios Oscar del turismo. Fue allí cuando mencionaron que esa ciudad no era nueva en esas lides pues en el 2013 también había sido galardonada con una distinción: Capital Americana de la Cultura. Estaba pleno de la contentura con la perspectiva de llegar a una ciudad con tantos reconocimientos internacionales en materia de cultura.

Decido alojarme en el hotel El Prado, cuya fama internacional no corresponde a la realidad de sus instalaciones y servicios, promocionados como 5 estrellas cuando apenas llega a escasas tres.

Hotel El Prado

Fue; por decirlo en sentidas palabras, mi primera de las muchas decepciones durante mi estadía en la ciudad. El segundo “mamonazo” (tal como dicen allí) es cuando emprendo la visita a los sectores patrimoniales –soy arquitecto y trabajo en esos específicos temas- y allí la desilusión es mucho peor aún. El barrio El Prado se encuentra arrasado por construcciones de mal gusto –frente del hotel El Prado hay varios ejemplos- y un desgreño general que me recordó, inevitablemente, algunos sectores como El Vedado de La Habana –dándoles en gracia de discusión que los cubanos tienen 60 años de bloqueo económico- con solariegas mansiones venidas a menos.

El otro sector que visité fue el Centro de Barranquilla. Confieso que salí de allí despavorido. Edificios cayéndose, pintura deterioradas en las fachadas, cocinas –fritangas- en las calles, espacio público invadido, vehículo estrellándose en tropel y una suerte de informalidad tercermundista terrible.

Pero lo peor no había todavía llegado. Apenas asomaba la parte superior del iceberg. Así que tomo una guía cultural de la ciudad y hago la programación de los próximos días. En el segundo día salgo en caminata desde el hotel con paso obligado por la escuela de Bellas Artes.  Se ve el edificio con la techumbre derrumbada, cercado por una valla. Dice un vigilante que tiene dos años ese vaivén y que los alumnos reciben clases en otros edificios diseminados por toda la ciudad. Esperan, dicen otros bienintencionados a los que inquirí sobre el caso, una resolución favorable del Ministerio de Cultura para su intervención. Otros, de carácter malintencionado, sostienen que pretenden contratos de restauración con varios ceros millonarios a la derecha. Total, el edificio y sus funciones educativas culturales se encuentra en estado de postración.

Estado actual de Bellas Artes.

Sigo caminando por la carrera 54 rumbo al Museo Romántico; donde se encuentra, indica la dichosa guía, parte de la historia de la ciudad. Crece la alarma pues se encuentra cerrado hace más de 3 años, tiene cuentas pendientes con el fisco, sin fluido de energía y la edificación en algunas áreas amenaza ruina. No hay atención a nadie y según informan, algunos de sus archivos se los ha devorado con ansia memoriosa, el comején.

Sigo en mi caminata cultural pues pretendo conocer el teatro Amira de la Rosa, un edificio con una estética exterior que parece concebida por estudiantes de los primeros cursos de arquitectura. Pretenciosa, con una cofia de monja aparatosa para la llegada de vehículos con un rectángulo detrás como caja escénica, los ductos de aire al exterior y unas formas triangulares en el techo que no corresponden al diseño interno, según veo en fotos, sino a la imaginación de sus iniciales diseñadores.

Nueva desgracia pues el teatro se encuentra cerrado desde hace 4 años por daños estructurales y también espera la aprobación de intervención por parte del Ministerio de Cultura para que la entidad operante, el estatal Banco de la Republica, proceda a las reparaciones y demoliciones de rigor. El vigilante indica que el telón de fondo se encuentra en el edificio del banco, relativamente cerca y hacia allá me encamino. No puedo entrar por la pandemia y los controles en temporada normal son tan rigurosos que es más fácil entrar a otro país que en ese recinto. Total, me voy con la frustración de no ver tan portentosa obra.

Teatro Amira de la Rosa.

Creí entonces que estaba signado por la mala suerte. Que los dioses se habían confabulado para negarme el placer de encontrar el objeto de mi viaje pero todavía con esperanzas puestas en el próximo día iniciado con una vuelta por la plazoleta del edificio de Telecom que ahora, indican, es de la fiscalía, en búsqueda de la escultura el Telecóndor de Obregón pero sorpresa, ha volado. Parece que nadie sabe exactamente por dónde anda y dicen que se posará en un nuevo nido por los lados del nuevo edificio del Museo de Arte Moderno.

En efecto, allí, vecina de una rotonda vehicular, hay un pedestal que según un vecino del barrio se colocará una estatua de la marimonda, un disfraz muy conocido del carnaval. Viene la otra sorpresa. El edificio del museo se encuentra paralizado desde hace tres años por problemas en la administración de los recursos financieros otorgados por el gobierno de Colombia de los que nadie parece dar cuenta. Luce torpe la escena con su diseño de tragaluz aserrado y una concepción monumental formal traída de los cabellos. Dicen que fue diseñado por uno de los mejores arquitectos de Colombia. No parece.

Estado actual de Museo de Arte Moderno.

Voy entonces al edificio vecino, en donde se encuentra el Museo del Caribe y nuevamente, oh desgracia infinita, me informan que tiene problemas hace más de dos años, que goza de obsolescencia controlada en su equipamiento, que no renueva colecciones, que tiene problemas de presupuesto y que por ello, con covid o sin covid, se encuentra cerrado al público mientras se explora alguna fórmula salvadora que nadie parece tener dispuesta pues se trata de inyectarle mayores recursos públicos a una entidad que pertenece al sector privado.

Hasta este momento la experiencia del viaje había sido frustrante. Pregunto a varias personas si acaso hay orquesta filarmónica con sede para conocerla. Tampoco. Ni orquesta ni sede así que la cosa empeora. Voy a la Cinemateca del Caribe en busca de material audiovisual y explican que se encuentran cerrados pero que de todos modos ellos tienen pocos archivos y que los de valía se encuentran en Bogotá en la sede de Patrimonio Fílmico Colombiano.

Tampoco hay fototeca de la ciudad. Las fotos se encuentran en colecciones privadas fuera del alcance de los interesados y dispuestas en forma precaria. Igual se carece de Fonoteca y un Centro de Documentación Musical –increíble en una ciudad con tanta cultura al respecto! – así que también es una perfecta ida en blanco la pesquisa. Nada me ha salido bien.

Decidido a seguirle la pista a Alejandro Obregón así que voy al nuevo edificio de la Fiscalía en donde se encuentra un mural de toros. No me dejaron pasar por mi condición de extranjero y por no ser “usuario” del sistema penal, que quiere decir en buen cristiano que no estoy en un proceso, ni soy abogado, funcionario o fiscal. Eso informaron en la puerta. No me amilano y salgo para un edificio en la calle 76 con carrera 53 en donde se encuentra un mural al aire libre de baldosas del mismo pintor en donde creí que podría disfrutar con entera tranquilidad la obra. Vana ilusión. El edificio, del cual tenía fotos de los años 50, fue transformado groseramente en su conformación espacial y es así como el mural que antes se desplegaba ante un significativo retranqueo formal, aparecía tragado por una adición hecha con un verdadero alarde atrabiliario arquitectónico. 

Para conformar mi creciente desaliento fui al recién inaugurado Museo del Carnaval. Cerrado y con problemas, dicen los que lo conocen, sobre sus contenidos internos convertido en egotecas de las reinas. No lo sé, no me consta pues no pude ingresar al edificio de colores que parece sacado de un mural del maestro venezolano Carlos Cruz Diez. En fin, mas desilusiones.

Pero allí no acaba el frustrado periplo cultural. Quise buscar la ciudad que había conocido Gabriel García Márquez y por desgracia todo quedaba en el deteriorado Centro. Fui entonces a La Cueva, el mítico bar restaurante en donde aparecen fotos y huellas del llamado Grupo de Barranquilla y, créame que es mala suerte o algo tremebundo similar, estaba cerrado pues los costos operativos, eso me contaron, no da para abrirlo en temporada post pandemia de aforos reducidos.

Quise leer y pregunté por las bibliotecas públicas. La departamental se encuentra cerrada y es la única con ese carácter pues Barranquilla carece de sistema de bibliotecas públicas. Me dijeron que hay una en el barrio La Manga que es un simple cuartico con libros y que ni se me ocurriera acercarme por allí. Seguí la juiciosa recomendación, pero metí las patas al acercarme al centro cultural Museo del Atlántico, un edificio pretencioso de ínfulas clásicas ubicado en una callejuela llena de basuras, indigentes, drogadictos y prostitutas que cobraron su cuota, pues fui atracado con la consecuencia que mi celular tomó rumbos inusitados.

Centro Cultural Museo del Atlántico.

Desilusionado de los frustrante de mi accidentado periplo, decido rematar el último día en la ciudad antes de seguir a Cartagena, con un paseo a la nueva maravilla turística denominado Malecón del río Magdalena, una extensa avenida ribereña que permite divisar el panorama natural acuático, por un lado y el perfil de una parte de la ciudad, por el otro. No bien había dado unos pasos acompañado de varios amigos locales, cuando sentí un vaho a alcantarilla, que lejos de disminuir fue lentamente aumentando hasta que aburrido del pérfido olor, decidí retirarme pese a la invitación, inaceptable por demás, de cenar en un complejo de restaurantes ubicados allí. Según averigüé se trata de los colectores de las alcantarillas de algunos barrios que entregan sus aguas servidas al río Magdalena que, cosa increíble, viene ya cargado con porquerías de medio país.

Sin resignación ante el evidente descalabro del periplo creí oportuno escribir mis impresiones del mismo con una pregunta que me asalta en forma continua: ¿el premio que le otorgaron a Barranquilla es a la ciudad que fui o se trata de un curioso homónimo de una ciudad ubicada en otro lugar con las condiciones descritas de destino cultural?

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