
Cecilia Orozco Tascón
Columnista de El Espectador.
En diciembre de 2018, en medio de la conmoción nacional por las extrañas muertes –con diferencia de apenas cuatro días– del ingeniero Jorge Enrique Pizano y su hijo Alejandro, las declaraciones del director de Medicina Legal, Carlos Eduardo Valdés, sobre las necropsias y otros exámenes forenses a los Pizano precipitaron su vergonzosa renuncia.
Las afirmaciones de Valdés, un médico especializado en investigaciones de escenas de delitos, resultaron no solo falsas sino contrarias a la ciencia.
Pero, del otro lado, sus mentiras se ajustaban a la perfección a las necesidades políticas del fiscal general, Néstor Humberto Martínez, su jefe puesto que la entidad forense es una dependencia de la Fiscalía. El 8 de noviembre de 2018, cuando se supo que el ingeniero había muerto en su casa, aparentemente por causas naturales, su deceso fue reportado por los medios debido a sus denuncias sobre el escándalo de corrupción de Odebrecht.
Tres días después, el domingo 11, ocurrieron dos hechos que descubrieron la gravedad de la desaparición del ingeniero: su hijo Alejandro murió envenenado con cianuro, a pocos metros del baño en que su padre había fallecido; y Noticias Uno publicó, en su emisión de esa noche, unas grabaciones de años anteriores que el ingeniero había dejado bajo nuestra custodia, y en las que se le escuchaba contándole a Martínez –para ese momento, abogado del grupo Aval, socio de Odebrecht–, las protuberantes irregularidades en que incurría ese consorcio.
Martínez Neira, ya en su posición de fiscal general, ocultó sus conversaciones con Pizano y no se declaró impedido desde el inicio. Al revés: se encargó de sembrar dudas y sombras en torno al proceso investigativo. En ese contexto, las declaraciones de Valdés eran vitales según el sentido que les diera.
Hoy, casi cinco años después, el caso Pizano sigue abierto y sin respuestas. El médico Valdés perdió su reputación y su cargo, pero no sus ingresos: Martínez, cínico como es, le ofreció contrato de asesoría en su despacho. Favor con favor se paga.
En noviembre de 2019, Claudia García, sucesora de Valdés en Medicina Legal, reveló en cuestión de tres días las causas del deceso del joven Dilan Cruz, un manifestante que perdió la vida cuando un agente del Esmad le disparó al cráneo.
García manifestó en público que la causa de la muerte del estudiante fue “de tipo violento, por homicidio”. Los amigos del gobierno Duque, defensores como él de un Esmad violento, la descalificaron por contarle la verdad al país. Dos meses después, Barbosa se posesionó y le aceptó, de inmediato, la renuncia protocolaria que ella había presentado. Claramente, fue castigada por ejercer sus funciones con independencia.
Y llegamos a plena era Barbosa, el agente político de Duque y de los grupos de oposición. En medio del escándalo por actuaciones presuntamente ilegales y abusos de poder de la Policía adscrita a la Casa de Nariño, el coronel Óscar Dávila, a cargo de los grupos de avanzada del presidente, se suicidó disparándose en la sien, si nos atenemos a la versión que, de primera mano -pues estaba en el lugar de los hechos, en ese preciso momento-, dio el conductor del oficial.
En la fecha en que escribo esta columna (lunes 19 de junio) han pasado 10 días desde cuando el coronel dejó de existir. Y, pese a las altas connotaciones político-judiciales del caso, ni Barbosa ni sus subalternos de Medicina Legal dieron orden de “priorizarlo”. Uno podría decir, dado el manifiesto antagonismo y la evidente hostilidad del fiscal general frente al jefe de Estado, que Barbosa ha demorado los hallazgos manipulando el tiempo y los resultados de la necropsia.
El entre tanto favorece los intereses de este fiscal nefasto para Colombia, porque crecen las versiones, los rumores, las iras y la inestabilidad institucional. Cuando Medicina Legal se pronuncie, nadie le va a creer porque su seriedad científica se ha perdido por el manoseo de los fiscales generales. Hora de que se tramite el proyecto legislativo que cursa en el Congreso para independizar a ese instituto de las garras de los politiqueros de turno que la Corte Suprema pone en el búnker.