
Salomón Kalmanovitz
Opinión/El Espectador
La corrupción es el abuso de poder perpetrado por personas y por agentes públicos para avanzar sus intereses privados. Se manifiesta en la captura de la política y del sistema electoral, en el acceso privilegiado al sistema de justicia y a los organismos de control del Estado; es también el apoderamiento privado del propio gobierno y de su regulación, de sus compras y del empleo público. Un reciente estudio de Fedesarrollo, la MOE, Dejusticia y Transparencia por Colombia hace una disección de las diferentes prácticas corruptas en el país.
En Colombia la corrupción se magnifica por el desarrollo de las economías ilegales: el narcotráfico compra las conciencias de las autoridades aeronáuticas y portuarias, de policías, carceleros y jueces, como también financia las campañas de los políticos; las organizaciones criminales y los restos de los grupos armados rebeldes se hacen al control territorial de vastas regiones, que quedan por fuera de las manos del Estado; la minería ilegal y la tala de bosques en áreas de frontera, ríos y territorios extraen cuantiosas rentas que destruyen los recursos naturales y obviamente no tributan ni los resarcen. Es la más evidente carencia de Estado y de su función principal: ejercer el monopolio legítimo de los medios de violencia y controlar efectivamente el territorio para imponer su tributación y la justicia social.
Para los autores del estudio, la puerta de entrada de la corrupción es el sistema político. «El sistema electoral se caracteriza por la debilidad de los partidos políticos, la alta competencia intrapartidista en las campañas para corporaciones públicas y la prevalencia de prácticas clientelistas por encima de propuestas programáticas». El financiamiento de las campañas es mayoritariamente privado, lo que facilita la corrupción. El político es financiado por el buscador de contratos y privilegios, y si sale elegido se obligará a corresponder los favores recibidos. El Consejo Nacional Electoral es débil y está cooptado por los partidos que debe vigilar.

Es notoria la influencia que ha tenido la parapolítica en las elecciones del Congreso, que llegó a contar con un tercio de los legisladores hacia 2010, para después debilitarse por la captura y extradición de sus cabecillas. Hoy en día han sido desplazados por clanes familiares —los Char en la costa Caribe, los Aguilar en Santander, los Gnecco en el Cesar y La Guajira, y Dilian Francisca Toro en el Valle— que reparten puestos, tejas, ladrillos, mercados y además pagan entre $50.000 y $100.000 por cada voto puesto en las urnas bajo la vigilancia de sus lugartenientes. Es que la pobreza extrema abarata el voto. El apresamiento de Aída Merlano por dirigir la oficina de compra de votos de los Char en Barranquilla desenmascara el sistema mercantil de las campañas y revela el carácter de la justicia en Colombia: apresa al subalterno pero no a los cerebros y beneficiarios de las operaciones ilícitas.
El voto de opinión escapa a la corrupción y ha ganado importancia en las ciudades más grandes del país; ha sido clave para darles vida a la Coalición Centro Esperanza, al Pacto Histórico y a algunos políticos que militan en partidos o son independientes. Ellos seguramente progresarán en las elecciones del 13 de marzo.
Yo por mi parte votaré por Humberto de la Calle al Senado y por Diana Rodríguez a la Cámara.