De Soledad a Medellín, Colombia experimenta con la privatización de la represión: unos contratan exmilitares con chaquetas institucionales, otros subcontratan bandas criminales. Mismo negocio, diferentes uniformes.


Dos ciudades, un mismo guion de terror

Mientras en Soledad (Atlántico) las brigadas antidisturbios, pertenecientes a las bandas criminales que dominan el municipio, compuestas por hombres vestidos de negro, armados y en motocicletas de alto cilindraje, recorren sus calles en las madrugadas e irrumpen en las casas que han sido denunciadas por sus vecinos, y donde se registró previamente una pelea o actos de violencia intrafamiliar, para imponer multas millonarias a los promotores de los desórdenes y violencia, en Medellín el alcalde Federico Gutiérrez contrata «Gestores de Seguridad y Control» —exmilitares y expolicías— que golpean manifestantes en plena luz del día mientras gritan «viva el paramilitarismo«.

Dos municipios. Dos métodos. Una sola verdad: en Colombia, el Estado ha decidido que la violencia es más eficiente cuando la ejercen otros. Ya sea legal (Medellín) o abiertamente criminal (Soledad), el resultado es idéntico: ciudadanos sometidos por estructuras armadas que operan con total impunidad.

La diferencia entre ambas ciudades no es de fondo, es de forma. En Medellín, el paramilitarismo se disfraza de política pública y se financia con presupuesto municipal. En Soledad, las bandas criminales simplemente asumieron funciones estatales porque el Estado nunca estuvo allí. Pero el mensaje para el ciudadano es el mismo: si te sales de la línea, te golpean. Si protestas, te reprimen. Si te quejas, te cobran.

Bienvenidos a la Colombia de la violencia tercerizada, donde el monopolio de la fuerza ya no lo tiene el Estado, sino quien el Estado decida subcontratar. O quien simplemente lo usurpe sin que nadie haga nada.

Soledad: Cuando las bandas criminales son más eficientes que la Policía

Empecemos por lo más grotesco: en Soledad, Atlántico, las bandas criminales han montado su propia versión de «justicia comunitaria». Brigadas de hombres armados, en motos de alta gama, vestidos de negro como si fueran fuerzas especiales, patrullan las calles en las madrugadas. Su misión: responder a denuncias vecinales sobre peleas o violencia doméstica.

¿Su método? Irrumpen en las casas señaladas e imponen multas millonarias a quienes causaron el «desorden«. No hay debido proceso, no hay juez, no hay defensa. Solo hombres armados que cobran en efectivo o tranferencias bancarias, y si no pagas, bueno… las consecuencias están implícitas en el fusil que llevan al hombro.

Lo verdaderamente aterrador no es que esto exista. Es que FUNCIONA. Los vecinos denuncian. Las brigadas responden. Los «desórdenes» disminuyen. La gente paga. Y en la lógica perversa del ciudadano desesperado, esto se convierte en «seguridad«.

Porque esa es la trampa maestra: cuando el Estado abandona a una comunidad durante décadas, cuando la policía no llega o llega tarde, cuando los jueces no funcionan y los procesos se pudren en la burocracia, cualquier estructura que ofrezca una respuesta inmediata —así sea criminal— se vuelve preferible al vacío.

Las bandas de Soledad no inventaron nada. Simplemente llenaron el espacio que dejó un Estado ausente. Montaron su propio sistema de «justicia«, completo con denuncias, operativos nocturnos y multas económicas. Es extorsión vestida de orden público. Es paramilitarismo urbano con contabilidad empresarial.

Y lo más grave: hay vecinos que lo justifican. «Al menos ahora hay quien responda«, dicen algunos. Porque cuando el Estado falla sistemáticamente, el ciudadano aprende a conformarse con lo que sea que funcione, así eso que funcione tenga fusil y cobre coimas.

Medellín: El paramilitarismo con presupuesto y PowerPoint

Ahora crucemos el país hacia Medellín, donde el alcalde Federico Gutiérrez decidió darle un toque más institucional al mismo concepto. En lugar de bandas criminales operando en las sombras, Gutiérrez contrató «Gestores de Seguridad y Control«. Oficialmente, para «mediar conflictos vecinales» y reportar «iluminación dañada«.

En la práctica: exmilitares y expolicías con chaquetas de la Alcaldía que el 7 de octubre de 2024 llegaron a reprimir una protesta pacífica con palos, correas, puños y patadas. Mientras golpeaban manifestantes, gritaban «¡viva el paramilitarismo!«. No es metáfora, es literal.

El general en retiro Pablo Ferney Ruiz, subsecretario operativo de Seguridad, dio la orden. El concejal del Centro Democrático Andrés «El Gury» Rodríguez llegó al sitio con un bate, lanzando insultos y acusando a los protestantes de «terroristas«. Todo esto, con el visto bueno de la Alcaldía.

La estrategia es brillante en su cinismo: creas una figura legal ambigua, contratas personal con entrenamiento militar, los vistes con logos institucionales, y luego actúas sorprendido cuando hacen exactamente lo que fueron entrenados para hacer durante décadas: reprimir.

Es el mismo manual de las Cooperativas de Seguridad Rural (Convivir) que en los años 90 sirvieron de fachada legal al paramilitarismo en Antioquia. Entonces, el Gobierno avaló grupos de «autodefensa» que supuestamente protegerían comunidades. Terminaron siendo el brazo armado de los paramilitares. Cuando el escándalo se hizo insostenible, las desmantelaron. Pero los paramilitares ya estaban consolidados, armados y expandidos por todo el país.

Hoy, Medellín repite la fórmula con una actualización cosmética. Ya no necesitas fusiles (todavía), bastan palos y correas. Y en lugar de zonas rurales, ahora patrullan las calles de la segunda ciudad más importante del país.

La diferencia con Soledad es que en Medellín hay contratos, licitaciones, presupuesto aprobado y ruedas de prensa. Hay una apariencia de legalidad que hace todo más peligroso, porque cuando el paramilitarismo se institucionaliza, ya no es una banda criminal que puedes perseguir. Es política pública que se defiende con abogados.

El Patrón: Cuando la violencia privada se convierte en el nuevo normal

Lo que conecta a Soledad y Medellín no son los métodos específicos, sino la lógica subyacente: el Estado colombiano ha renunciado al monopolio legítimo de la fuerza. Ya sea por abandono (Soledad) o por diseño (Medellín), el resultado es que estructuras privadas —criminales o «legales»— ejercen violencia sobre los ciudadanos sin consecuencias.

Y esto no es casual. Es la culminación de décadas de desmantelamiento estatal. Cuando recortas presupuesto de policía comunitaria, cuando desfinancías el sistema judicial, cuando politizas las instituciones de control, estás creando el espacio perfecto para que otros actores llenen el vacío.

En Soledad, ese vacío lo llenaron las bandas. En Medellín, lo llenó un alcalde con nostalgia paramilitar. Pero el patrón es el mismo: ciudadanos desprotegidos, estructuras armadas operando con impunidad, y un Estado que mira para otro lado.

La Constitución colombiana, en su Artículo 22, prohíbe explícitamente «la creación, promoción o apoyo de grupos civiles armados con fines ilegales«. No es ambiguo. Pero cuando ves brigadas criminales cobrando multas casa por casa, y cuando ves gestores municipales golpeando manifestantes, entiendes que la Constitución es más un adorno que una norma.

Lo aterrador es la normalización. En Soledad, hay vecinos que justifican las brigadas porque «al menos funciona«. En Medellín, hay sectores que defienden a los gestores porque «mantienen el orden«. Es la misma lógica que permitió el ascenso del paramilitarismo en los 90: cuando el Estado falla, la gente está dispuesta a aceptar cualquier cosa que ofrezca seguridad, así esa «seguridad» venga con fusiles ilegales o palos institucionales.

El negocio detrás de la violencia: Quién gana cuando el ciudadano pierde

Tanto en Soledad como en Medellín, alguien está ganando mucho dinero con esto. En Soledad, las bandas cobran multas millonarias directamente. Es extorsión pura, pero con una eficiencia empresarial envidiable: tienen su propia línea de denuncias (los vecinos), su fuerza operativa (las brigadas), y su sistema de cobro (las multas).

En Medellín, el negocio es más sofisticado pero igualmente lucrativo. Los Gestores de Seguridad tienen contratos municipales. Alguien está ganando licitaciones. Alguien está cobrando por «servicios de convivencia«. Y cuando esos servicios incluyen reprimir protestas, puedes estar seguro de que hay sectores políticos y económicos que están muy satisfechos con el retorno de inversión.

Porque, seamos honestos, ¿para quién es conveniente tener estructuras de represión que no dependen de la cadena de mando oficial? Para cualquiera que quiera controlar protestas sin que la responsabilidad recaiga directamente en la Policía Nacional. Para cualquiera que quiera «mano dura» sin tener que justificarlo institucionalmente.

Es la privatización de la violencia estatal. Y como toda privatización en Colombia, beneficia a unos pocos a costa de muchos.

El impacto real: Vivir bajo el régimen de la violencia subcontratada

Para el ciudadano común, la diferencia entre ser golpeado por una banda criminal o por un gestor municipal es nula. El dolor es el mismo. El miedo es el mismo. La impotencia es idéntica.

En Soledad, si tu vecino te denuncia (con o sin razón), puedes terminar con hombres armados en tu puerta exigiéndote millones de pesos. No hay apelación. No hay juez. Pagas o enfrentas las consecuencias. Es la justicia del más fuerte disfrazada de «orden comunitario«.

En Medellín, si decides ejercer tu derecho constitucional a la protesta, puedes terminar en el suelo recibiendo patadas de exmilitares contratados por la Alcaldía, mientras un concejal te grita «terrorista» con un bate en la mano. Tampoco hay consecuencias para ellos. La impunidad está garantizada.

En ambos casos, el mensaje es claro: el Estado no te protege. O peor, el Estado te reprime. Ya sea directamente (Medellín) o por omisión (Soledad), el resultado es que estás solo frente a estructuras armadas que operan sin freno legal alguno.

Y esto tiene efectos devastadores en el tejido social. La gente deja de confiar en las instituciones. Deja de denunciar. Deja de protestar. Se autocensura, se resigna, se acostumbra. Y cuando una sociedad se acostumbra a la violencia arbitraria, cuando normaliza que grupos armados (legales o ilegales) ejerzan control sobre sus vidas, entonces la democracia se convierte en una palabra vacía.

Historia que rima: De las Convivir a las brigadas y los gestores

Colombia tiene un problema de memoria histórica selectiva. Recordamos lo suficiente para hacer actos conmemorativos, pero no lo suficiente para evitar que se repita.

Las Convivir de los 90 empezaron como algo «necesario«, «legal«, «controlado«. El Estado las avaló. Políticos las defendieron. Y terminaron siendo el brazo operativo del paramilitarismo que bañó de sangre el país durante décadas. Cuando finalmente las desmantelaron, ya era tarde. Los paramilitares estaban consolidados.

Hoy, en 2024, estamos viendo el mismo patrón multiplicado. En Medellín, con apariencia institucional. En Soledad, en la clandestinidad criminal. Pero el patrón es idéntico: estructuras armadas operando al margen (o en los márgenes) de la ley, ejerciendo violencia sobre ciudadanos, con total impunidad.

¿En qué momento decidimos que esto era aceptable? ¿En qué momento normalizamos que las bandas «administren justicia» o que los alcaldes contraten paramilitares? ¿Cuántas veces vamos a ver la misma película antes de aprender?

La respuesta es incómoda: lo aceptamos cuando dejamos de exigir. Cuando cambiamos dignidad por seguridad (así sea falsa). Cuando preferimos mirar para otro lado porque enfrentarlo es peligroso, incómodo, aparentemente inútil.

El Sistema que lo permite: Arquitectura de la impunidad

Tanto las brigadas de Soledad como los gestores de Medellín existen porque el sistema lo permite. No son anomalías, son consecuencias lógicas de un Estado que ha decidido que la represión es más rentable cuando la ejercen otros.

En Soledad, la Policía sabe que existen estas brigadas. La Fiscalía también. Las autoridades locales obviamente están al tanto. Pero nadie hace nada. Porque desmantelar estas estructuras requeriría llenar el vacío que ellas ocupan, y eso implica presencia estatal real, inversión, compromiso. Es más fácil mirar para otro lado.

En Medellín, la situación es aún más grave porque hay una institucionalización del paramilitarismo. El alcalde lo defiende. El Concejo lo avala presupuestalmente. Los gestores tienen contratos legales. Cuando la Defensoría del Pueblo advierte, cuando Petro ordena desmantelarlos, la respuesta local es ignorar. Porque Medellín opera como un feudo autónomo donde la Constitución se aplica solo si el alcalde está de acuerdo.

Y en ambos casos, el sistema judicial es cómplice por omisión. Las denuncias se acumulan. Las investigaciones se estancan. Los responsables nunca pagan. La impunidad se perpetúa.

Porque a fin de cuentas, perseguir a estas estructuras implica admitir que el Estado falló. Y eso, en Colombia, es algo que los gobernantes nunca están dispuestos a reconocer.

La pregunta que nadie quiere responder

Si las brigadas de Soledad son criminales (y lo son), ¿por qué siguen operando? Si los gestores de Medellín violaron la Constitución (y lo hicieron), ¿por qué siguen contratados?

La respuesta es sistémica: porque el poder local está dispuesto a tolerar (o promover) la violencia privada cuando esa violencia sirve a sus intereses. En Soledad, las brigadas mantienen un «orden» que beneficia a quien controla el territorio. En Medellín, los gestores reprimen protestas que incomodan al establecimiento político.

Y la ciudadanía, mientras tanto, está atrapada en medio. En Soledad, entre pagar a las bandas o arriesgarse a represalias. En Medellín, entre protestar y recibir palos de exmilitares contratados con dinero público.

No es coincidencia. Es diseño. Un diseño que perpetúa la impunidad de los poderosos y la indefensión de los ciudadanos.

Mientras tanto, el país mira hacia otro lado

Lo más aterrador de todo esto no es que esté pasando. Es que está pasando y la mayoría del país no lo sabe. O lo sabe y no le importa.

Las brigadas de Soledad no son noticia nacional. Los gestores de Medellín apenas generaron un par de días de escándalo antes de que el ciclo informativo siguiera su curso. Y así, poco a poco, normalizamos lo intolerable.

Porque ese es el verdadero triunfo del sistema corrupto: no necesita que lo apoyes, solo necesita que te acostumbres. Que veas las noticias, suspires, y sigas con tu vida. Que pienses «qué se le va a hacer» en lugar de «qué vamos a hacer«.

Y mientras la ciudadanía mira para otro lado, las estructuras de violencia privada se consolidan. Las bandas expanden territorios. Los gestores reciben más presupuesto. Y el Estado sigue tercerizando su función más básica: proteger a sus ciudadanos.

El Futuro se escribe hoy: Soledad y Medellín son solo el principio

Si algo debe quedar claro es esto: lo que pasa en Soledad y Medellín no se queda ahí. Son experimentos. Si funcionan, si la impunidad se sostiene, si la ciudadanía no reacciona, otros municipios tomarán nota.

¿Cuántas alcaldías más van a contratar sus propias estructuras de «seguridad«? ¿Cuántas bandas más van a asumir funciones estatales porque el Estado simplemente no está? ¿En cuántos municipios más vamos a normalizar la violencia privada?

La respuesta depende de nosotros. Porque las instituciones que deberían protegernos ya demostraron que no lo van a hacer. La Fiscalía es lenta. La Procuraduría es ineficaz. Los jueces están desbordados o comprados. El sistema no se va a arreglar solo.

La verdadera pregunta no es si estamos viendo la resurrección de las Convivir. La pregunta es: ¿vamos a dejar que esta vez se expandan sin oposición?

Porque el pasado no se repite, pero rima. Y en Colombia, lamentablemente, rima muy, muy bien.

Epílogo: Cuando el silencio se vuelve complicidad

Hay una frase que resume la tragedia colombiana: «Una sociedad que aplaude al corrupto merece sus cadenas«. Pero cuando el corrupto no solo roba, sino que además contrata (o tolera) estructuras violentas para reprimir al que protesta, entonces las cadenas son literales.

En Soledad, esas cadenas son las brigadas que tocan tu puerta en la madrugada. En Medellín, son los gestores que te golpean si te atreves a manifestarte. En ambos casos, son la evidencia de que el Estado colombiano renunció a su responsabilidad fundamental: garantizar la seguridad y los derechos de todos los ciudadanos.

Y nosotros, ¿qué hacemos? Mayoritariamente, nada. Nos quejamos en redes sociales. Compartimos videos indignados. Y seguimos con nuestras vidas. Porque enfrentarlo es difícil, es peligroso, requiere organización, tiempo, valor.

Pero la historia enseña que la inacción tiene un precio mucho más alto que la acción. Las Convivir empezaron pequeñas. Las toleramos. Crecieron. Las normalizamos. Y cuando quisimos frenarlas, ya habían consolidado el paramilitarismo en todo el país.

¿Vamos a cometer el mismo error con las brigadas de Soledad y los gestores de Medellín?

Porque el silencio, en Colombia, siempre ha sido el mejor aliado de la violencia.


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