Corrupción, joyas y traiciones: la oscura herencia del secuestro de Lian Ortúa
Capítulo 1: El niño, el miedo y el silencio
El 17 de abril de 2024, Lian Ortúa, de 11 años, fue secuestrado en Potrerito, un pequeño corregimiento del municipio de Jamundí, Valle del Cauca. Fue raptado de su casa por hombres armados vinculados al Frente Jaime Martínez, una disidencia de las FARC que opera bajo el paraguas de la estructura de los Rastrojos.
Durante 18 días, Lian estuvo desaparecido. Cuatro de ellos, amarrado de pies y manos, respirando con dificultad por su asma. Su familia logró hacerle llegar inhaladores, no gracias al sistema de salud, sino porque los secuestradores —esos que supuestamente ya no existen en el país— permitieron un acto de misericordia negociada. Colombia en 2024: donde las FARC ya no existen oficialmente, pero igual pueden mandar una lista de medicamentos.
Dos videollamadas con sus padres fueron lo más cercano a la humanidad que recibió. Afuera, el país se horrorizaba. Adentro, se preparaba un pago multimillonario, sin garantías de éxito.
Capítulo 2: La joya del problema
El primer sospechoso no fue difícil de señalar. George Suar Suárez, padrastro de Lian, es dueño de una prestigiosa joyería. Una fachada tan brillante como conveniente. Se especuló que el secuestro era un intento de extorsión contra él, un clásico del manual narcoparamilitar.
Pero como suele pasar en Colombia, la realidad es más compleja que la ficción barata. Resulta que los secuestradores querían, en realidad, cobrarse una vieja deuda. Y no era precisamente con George.
La cifra pagada por el rescate ascendió a $4.000 millones de pesos, entregados por Antonio Cuadros, primo del padrastro, quien fue asesinado días después. Nadie ha explicado por qué.
Capítulo 3: El padre muerto, pero vigente
El padre biológico de Lian, José Leonardo Ortúa, alias Mascota, fue un lugarteniente del conocido narcotraficante Diego Rastrojo. Mascota fue asesinado en 2013 en Cali, supuestamente mientras asistía a una cita odontológica. Las citas odontológicas, ya sabemos, son los nuevos campos de batalla del narco.
Pero Mascota no solo dejó un hijo. Dejó una herencia. Y no hablamos de propiedades legales. Hablamos de 37 mil millones de pesos que, según fuentes judiciales y la revista Semana, fueron gestionados por su ex pareja y madre de Lian, Angie Bonilla, en calidad de “tesaferra”. El cargo no existe oficialmente, pero en este país tiene funciones más claras que muchas dependencias del Estado.
La nueva teoría de la Fiscalía es escalofriante y lógica: Rastrojo habría ordenado el secuestro como venganza económica, ya que su ex socia (o su “tesaferra sentimental”) le quedó mal con las cuentas.
Capítulo 4: El testigo incómodo
Aquí la historia se sale del margen y entra directo en el expediente de la justicia nacional. Diego Rastrojo, el supuesto autor intelectual del secuestro de Lian, aparece en la lista de testigos de la defensa del expresidente Álvaro Uribe Vélez, en el proceso que enfrenta por soborno a testigos y fraude procesal.
¿Coincidencia? Otra más. Porque este país colecciona coincidencias como si fueran estampitas santas: cada una tiene su milagro… y su muerto.
¿Puede un testigo en un caso de un expresidente estar detrás de un secuestro? En Colombia, sí. En Colombia, no solo puede: sucede. Y lo que no se pregunta se normaliza.
Capítulo 5: El Estado, otra vez, llega tarde
Mientras los titulares hablaban del “rescate” de Lian, las autoridades apenas comenzaban a entender el nivel del pantano en el que se habían metido. Porque esto no era un caso de secuestro común. Era una radiografía exacta del Sistema Silencioso:
- donde los herederos del narco siguen operando con total impunidad;
- donde los mecanismos legales son herramientas para lavar dinero y blindar patrimonios;
- donde los testigos son reciclados entre cortes y masacres;
- y donde el Estado siempre —siempre— llega después del daño.
Capítulo 6: El ciclo que se repite (y se cobra en efectivo)
La historia de Lian no es un hecho aislado. Es el síntoma de una enfermedad estructural, heredada del conflicto, de la impunidad, del oportunismo político, y del olvido.
En este caso no solo hay víctimas. Hay beneficiarios del silencio. Porque el sistema no está roto: fue diseñado para no incomodar a quienes lo explotan.
Lo más triste de esta historia no es lo que le pasó a Lian. Es lo que no va a pasar después. Porque el caso será olvidado por los titulares, los captores probablemente nunca pisarán una celda, y el dinero… ya habrá sido invertido en otro esquema, otra fachada, otra joyería.
Conclusión: la guerra no se acaba, solo se adapta
Con Lian Ortúa, el país volvió a mirar de frente su peor reflejo: uno en el que los niños pagan las facturas de las guerras de sus padres. Un país donde las disidencias de las FARC cobran por encargo, los herederos del narco financian negocios legales, y los testigos del sistema pueden ser también sus verdugos.
Con esta radiografía profunda, queda claro que la corrupción no es solo un acto ilegal, sino una estructura emocional, histórica y política. Está hecha de silencios, de complicidades, de falta de memoria. Y sí: también de titulares mal escritos.
“En Colombia, la corrupción no se esconde. Solo se disfraza de noticia de último minuto.”
impacto del narcotráfico en menores