William Ospina

Columnista de El Espectador

¿Cómo dudar que están pasando cosas nuevas en Colombia con la llegada de Gustavo Petro al poder? ¿Cómo dudar de que su gobierno es a la vez saludable y peligroso? Saludable, porque llevábamos demasiado tiempo en manos de una casta mezquina y corrupta, que no tuvo nunca ni sueños ni escrúpulos. Peligroso, porque no todo cambio es un cambio para bien, y porque si no se aprovecha correctamente la única brecha de indignación y de esperanza que se ha abierto camino en nuestra historia, podríamos terminar peor de como empezamos.

Yo todo el tiempo he dicho que, a pesar de no haber votado por él, siempre consideré a Petro una oportunidad de cambio para Colombia. Creo en la sinceridad de su indignación, en la convicción de su discurso sobre el cambio climático, sobre la necesidad de una reforma agraria, sobre la necesidad de la paz.

Lo que pasa es que en Petro conviven un ambientalista sincero y un autócrata indomable, un rebelde furioso y un pragmático ambicioso, un hombre que anhela el bienestar social y un solitario conflictivo y taciturno, un político lúcido y a menudo brillante y un aventurero imprudente. Pero no hay ser humano que no encarne muchas contradicciones, solo que algunos llegan a ser presidentes de la República, y pueden poner el destino de millones de personas a depender más de su psicología que de su filosofía.

Una cosa es Petro el luchador contra el cambio climático y por la justicia social y otra es Petro el político ambicioso y astuto; una cosa es el generoso Petro de entraña popular y otra el solitario Petro incomprendido y vengativo; una cosa es el discursivo Petro que no para de hablar y otra el silencioso Petro a quien ni siquiera los ministros le conocen la voz. Petro es el extraño hombre que habla a raudales para todos pero no sabe hablar con cada uno; el soñador que lo quiere todo y el contradictor que todo lo desbarata; el que anhelando siempre que las piedras se conviertan en panes termina permitiendo que los panes se conviertan en piedras.

Yo, que he soñado siempre con que Colombia cambie, ¿cómo voy a oponerme a la matrícula cero en la universidad pública? Pero sé que el problema de nuestra educación no es apenas de cupos, es de contenido, de conexión con la realidad, de incorporación a otra dinámica de país. Yo, que he denunciado siempre el criminal despojo de tierras por la violencia, la destrucción del país agrario y la expulsión de los campesinos, ¿cómo voy a oponerme a que se repartan tierras y se intente un poco de justicia en el campo? Pero sé que el problema más urgente y prioritario de nuestra economía no lo resuelve un mero reparto compensatorio de tierras, sino el diseño en grande de una economía productiva adecuada a la época.

Yo, que siempre he denunciado la pobreza que paraliza a las mayorías, y la indigencia tan extendida que es una vergüenza para toda la sociedad, esa desigualdad que condena a todos los gobiernos anteriores, ¿cómo voy a oponerme a que se den subsidios a los pobres, a que se genere por fin, y se incremente, la mesada para las personas mayores, y a que la gente pobre sienta que hay un Estado que piensa en ella? Pero bien sé que una política meramente asistencialista es a la larga un fracaso, que desalienta el trabajo y estimula la pasividad.

Poner dinero a circular es bueno para la gente, como es buena y generosa la limosna de cada día, y podría ser bueno para la sociedad si tuviéramos una economía productiva en la que estimular el consumo se traduce enseguida en estimular el trabajo y la producción, pero resulta suicida cuando la mayor parte de las cosas que se compran vienen de afuera, porque solo resultamos beneficiando al trabajo de los países que sí producen, a expensas de nuestra propia gente. Y eso es bien grave, porque nuestro exiguo sector productivo, que es el que se encarga de sostener al Estado y al país, termina pagando sus impuestos no para que se inviertan en prosperidad sino para que se gasten en el día a día.

Así, la generosa política de Petro puede terminar convirtiéndose apenas en sobrevivencia para hoy y ruina para mañana, porque los contados recursos, si no se invierten en producir más para todos, se gastan en generar apenas gratitud sin futuro. Llueve un poco de maná sobre las cabezas, pero vamos entrando al desierto.

¿Cómo censurarle a Petro que señale las viejas injusticias y los viejos crímenes de un régimen que lleva décadas viviendo de nosotros y de nuestras esperanzas? Pero su manera de gobernar, que produce momentáneo alivio en unos sectores de la sociedad harto vulnerables, no obra cambios de fondo en el orden económico, ni en el tejido corrupto del Estado, ni en su laberinto de trámites paralizantes, y en cambio produce incertidumbre y desconcierto en las clases medias, a las que les toca pagar la cuenta.

Es dañino un gobierno que maneja el presupuesto de la nación como si fuera su tesoro privado, que no lo utiliza para estimular la producción sino para gotear favores sobre las gentes, a las que de ese modo se eterniza en un estado de necesidad. Está bien que nos ofrezcan por un tiempo lo que necesitamos recibir, pero lo único que nos saca de verdad de la miseria es que por fin nos valoren lo que tenemos para dar.

Y está muy mal que en un país que tiene tantas víctimas, los funcionarios y el gobierno terminen siendo los protagonistas de todo. Una sociedad como la colombiana necesita con urgencia ser de verdad libre y altiva. El que quiera cambiar al país no puede convertir a la sociedad en un coro de beneficiarios agradeciendo sin fin por los favores recibidos. Nada debilita tanto a los pueblos como la ostentosa vanidad de sus benefactores. Y a Petro le encanta ser el tribuno, ser el héroe, predicar bajo los reflectores.

Me temo que un gobierno como el de Petro sirve más para mostrar los males que para corregirlos. Cree que el cambio consiste en que un Congreso corrupto le apruebe unas leyes bienintencionadas, o que unos terratenientes le vendan a precio comercial unas tierras improductivas. Petro, hablando del cambio climático, cree que poner a ayunar a los pobres puede servirles de ejemplo a unos magnates glotones; y en el terreno de la paz, cree que dialogando con los criminales podrá volverlos ciudadanos ejemplares.

Mientras trata con dulzura a las bandas armadas, fustiga sin piedad a los sectores productivos; mientras les promete a los latifundistas pagarles a precio comercial sus tierras, trata como a un oligarca a todo el que tenga un carrito. Pagar a los asesinos para que no maten le parece bien, subsidiar a las gentes pacíficas que tienen un carro le parece mal. Sataniza a los ricos, pero se comporta como el rey Midas.

Y finalmente, en un país sitiado por el hambre, por la extorsión, por la delincuencia, por la corrupción, por la irresponsabilidad del Estado, ya pareciera que solo hay un mal y es que el presidente corre peligro. Con la cerilla encendida en la mano anuncia sin cesar que hay peligro de incendio. Nadie con el discurso de la paz y de la reconciliación en los labios vio tantos enemigos por todas partes, denunció tanto la maldad y la infamia, llamó tanto a prepararse para la lucha. Como si olvidara sin fin que ya se convirtió en presidente, parece descubrir todos los días nuevas razones para volverse guerrillero. Cuando estaba en la calle era víctima de la exclusión; cuando estaba en la guerrilla fue víctima de la tortura; cuando llegó al Congreso fue víctima de sus adversarios; cuando estuvo de alcalde fue víctima de las instituciones. Ahora que está en el poder, siente que el poder está en otra parte, y que, como siempre, la víctima es él.

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