En una muestra magistral de cómo no se debe ejercer la justicia, la Corte Suprema de Justicia de Colombia protagonizó un espectáculo de revanchismo político que solo refuerza su imagen como un club exclusivo de intereses opacos. Mientras la corrupción sigue campante en el país, los magistrados decidieron que era más importante cobrarse afrentas con el gobierno de turno que cumplir con su misión constitucional.

Una posesión, un desaire y cero altura institucional

La posesión del magistrado José Joaquín Urbano, un desconocido para los colombianos, se convirtió en noticia no por su currículo, sino por su rechazo a ser posesionado por el presidente Gustavo Petro, una tradición protocolaria. En su lugar, optó por que el presidente de la misma Corte, Gerson Chaverra, lo ungiera con toga y birrete, en lo que muchos interpretaron como un acto de revancha.

La explicación legal de que “la norma lo permite” suena hueca frente al evidente simbolismo del gesto: un golpe al Ejecutivo, disfrazado de “reafirmación de la independencia judicial”. Si la Corte Suprema quería mostrar independencia, ¿no hubiera sido más valiente combatir la corrupción que carcome la confianza pública en sus filas?

El doble estándar de la justicia

Lo irónico es que esta misma Corte, que ahora juega a la política menor, se mostró impávida y silenciosa durante episodios graves como las “chuzadas del DAS” en el gobierno de Álvaro Uribe. En aquel entonces, magistrados fueron víctimas de espionaje e intimidaciones, pero sus colegas de otros tribunales y altos funcionarios decidieron mirar hacia otro lado. Hoy, con un gobierno menos hostil, la Suprema decide blandir su “independencia” como una espada de madera, solo para demostrar que puede.

¿Quién puede confiar en esta Corte?

Mientras el país exige justicia y transparencia, la Corte Suprema se hunde más en su propio pantano de contradicciones. Las venganzas políticas y las exclusiones a figuras clave del Ejecutivo, como la ministra de Justicia, no hacen más que consolidar la percepción de que los magistrados prefieren manejar su cartel de intereses que liderar una lucha frontal contra la corrupción.

¿Cómo puede este tribunal exigir respeto y confianza si sus acciones parecen diseñadas para alimentar el cinismo público? En lugar de mostrar ecuanimidad, se convierten en protagonistas de una tragicomedia institucional que hace las delicias de los corruptos.

¿Qué nos queda?

Sin una Corte Suprema enfocada en su rol constitucional, la ciudadanía queda desprotegida frente al avance de la corrupción. Cuando los árbitros deciden ser jugadores en el campo político, el sistema entero pierde legitimidad. ¿Será mucho pedirle a nuestros magistrados que se ocupen de lo que realmente importa: justicia, transparencia y dignidad institucional?


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