Adlai Stevenson Samper

@AdlaiSteven

La corrupción administrativa y política en el departamento de Córdoba es tan despiadada y malévola que diversas instituciones han realizado estudios y análisis sobre sus perfiles, características y relaciones. Un lúcido ejemplo de lo anterior es un libro de Fedesarrollo realizado conjuntamente con el Laboratorio Latinoamericano de Políticas de Probidad y Transparencia en el marco del proyecto Cooperación Norte-Sur.  El nombre no puede ser más claro y explícito: Macro Corrupción y Cooptación Institucional en el departamento de Córdoba, Colombia. Sus autores son Luis Garay, Daphne Álvarez y Eduardo Salcedo-Albarrán.

En ese dossier de investigación se crearon modelos matemáticos y cibernéticos exponiendo con matrices las interrelaciones entre los diferentes actores involucrados en corrupción al cual desglosaron -siguiendo la errónea costumbre para llamar a los clanes de narcotraficantes y delincuencia organizada- el concepto economicista de cartel. Desde ese válido enfoque de control sobre una actividad o negocio, se presentan por rango de actividad en el campo de la salud pública: el bastón (apropiación de recursos para el adulto mayor), el del síndrome de Down, VIH, hemofilia que a través de diversas metodologías se apropiaron principalmente de recursos de la salud y de la administración en completa sincronía con sectores políticos y organizaciones ilegales.

La red criminal de bata blanca: Córdoba, capital del cinismo sanitario

No hay lugar más cruel para la corrupción que aquel donde se roba a los más vulnerables. En Córdoba, Colombia, esta máxima se volvió norma. El departamento no solo es cuna de clanes políticos hereditarios, sino también epicentro de una sofisticada maquinaria de saqueo disfrazada de asistencia social: los llamados carteles de la salud. Niños con síndrome de Down, pacientes con hemofilia, personas con VIH, adultos mayores… todos convertidos en cifras de una contabilidad infernal que enriqueció a gobernadores, políticos, contratistas y “empresarios” de la salud.

Estos no fueron simples casos de corrupción. Fueron proyectos estructurados para desangrar el sistema. Y para proteger a sus autores, el Estado les ofreció la mejor póliza: la impunidad.

Cartel del síndrome de Down: el crimen disfrazado de terapia

Durante la administración del exgobernador Alejandro Lyons Muskus, condenado por múltiples delitos, se perfeccionó un esquema repugnante: simular terapias a menores con síndrome de Down a través de IPS creadas o cooptadas para ese fin. Ana Karina Elías Nader, esposa de un exsecretario de salud y prima del Ñoño Elías, fue el rostro visible de la IPS Unidad Integral de Terapias de la Costa, que embolsilló más de $10.000 millones por tratamientos inexistentes.

El expresidente Uribe apoyó a Alejandro Lyons a la gobernación de Córdoba.

El cinismo no terminó ahí. Se pagaban paquetes de 100 terapias por paciente, así se hubiesen practicado solo 10. Se facturaba sin historia clínica ni verificación socioeconómica. Era el infierno disfrazado de neurodesarrollo.

Cartel de la hemofilia: pacientes inventados, millones reales

El “negocio” de la hemofilia fue aún más rentable. $60.000 millones se esfumaron en medicamentos para supuestos pacientes que jamás existieron. Se usaron diagnósticos falsificados, exámenes de laboratorio inventados y hasta declaraciones notariales firmadas por fallecidos. Una joya: varias de estas notarías estaban regentadas por familiares de los mismos funcionarios corruptos.

Como cereza del pastel, el contrato madre fue aprobado cuando Lyons ya no era gobernador, pero su sucesor, Edwin Besaile Fayad (hermano del senador Musa Besaile), mantuvo la estructura. El pacto entre clanes se selló con letras de cambio y maletas de efectivo. En el fondo, los hemofílicos eran solo una excusa para que la política siguiera pagando campañas con la sangre del sistema.

Cartel del bastón: ni los ancianos se salvaron

En 2016, bajo la misma administración de los Besaile, surgió otra artimaña: el cartel del bastón. Se inventaron proyectos sociales para adultos mayores, con beneficiarios muertos o inexistentes. Se contrataron fundaciones fantasmas, como la “Gotitas de Prosperidad”, domiciliada en una tienda de peces. En lugar de atención integral, los abuelos recibieron mercados de miseria o, peor aún, nada.

Siete alcaldes fueron suspendidos por la Procuraduría. ¿Y los contratistas? Brindando con whisky en algún club social de Montería.

Edwin Besaile Fayad

Cartel del VIH: el saqueo con complicidad paramilitar

Aquí el descaro adquirió dimensiones grotescas. La EPS Comfacor, bajo dirección de Luis Alfonso Hoyos Cartagena, incrementó de forma sospechosa sus pacientes con VIH en 126%, a pesar de no tener evidencia epidemiológica. El fraude ascendió a $200.000 millones, con pacientes fantasmas, contratos ilegales y hasta aportes a clubes deportivos y reinados.

El origen de esta mafia se remonta a los tiempos del paramilitarismo y el pacto de Ralito. El exsecretario de Salud Manuel Troncoso Álvarez, cuñado del jefe paramilitar Salvatore Mancuso, había sido condenado por asesinato y fraude en vacunaciones. Así se sembraron las raíces de un sistema donde salud y muerte se confundían en una sola política pública: robar.

Una institucionalidad secuestrada y un pueblo resignado

¿Cómo puede sobrevivir un sistema así? Sencillo: con instituciones débiles, justicia ineficaz y cultura social anestesiada. Como lo advierte el libro Corrupción estructural, en Colombia no se castiga al corrupto, se le canoniza. Se le protege con costosos abogados, se le permite negociar penas ridículas y se le premia con votos. El sistema está hecho para no tocar a quienes reparten el botín.

La Secretaría de Transparencia de la Presidencia de la República —esa que debería liderar las estrategias anticorrupción— brilla por su ausencia. Nadie conoce su plan de acción, ni una campaña pedagógica, ni una sola rendición de cuentas. No hay control real sobre el uso de los recursos públicos.

Civismo: el antídoto a la barbarie institucional

Pero aún queda un camino. La verdadera revolución no se logra con tanques, sino con cortesía, solidaridad y acción ciudadana. Cada acto de respeto por lo público es un voto contra los corruptos. Cada vez que exigimos transparencia, cada vez que denunciamos, cada vez que cuidamos lo que es de todos, debilitamos el sistema que ellos han montado.

No estamos condenados a ser un país podrido. Podemos elegir contagiar civismo en vez de resignación. Podemos elegir la verdad por encima del miedo.


Frase final esperanzadora:
El civismo no es moralismo: es inteligencia colectiva. Y en un país donde los corruptos se creen invencibles, un pueblo informado y organizado es su peor pesadilla.


Publicidad ver mapa

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.