Como una bofetada en pleno rostro acusó el país la exoneración de culpa a la exministra Abudinen por la desaparición de $70.000 millones de su cartera, graciosa concesión de su amiga y copartidaria, la procuradora Margarita Cabello. El impúdico archivo de ese expediente desafía la esperanza de sitiar la corrupción que borbotea en el poder público, justo cuando vuelve a ventilarse una reforma política que deposita en el Estado la financiación de las campañas electorales.

Y es por la transacción que media entre los agentes del negocio: el financiador privado de campaña será retribuido por el elegido con puestos, contratos y ventajas; su meca, la usurpación compartida del erario y del mando. La sociedad de financiador de campaña, elegido y contratista obra como mafia que se adueña del poder público y como ejército de ocupación. Tan lucrativo el negocio de la corrupción política, que se ha vuelto profesión.

Gustavo Duncan dirá que son empresarios especializados en contratación pública, lavado de dinero y contrabando quienes financian las campañas, colonizan el Estado y minan la democracia. Hoy “da más la política que el narcotráfico”, declaró un congresista en prisión: abundan narcotraficantes financiadores de políticos. Del humilde clientelismo que canjea el voto por una teja de zinc, por un cupo de escuela, por un tamal, se ha saltado a torrentes de candidatos apadrinados por capitales a menudo malolientes, cuyo norte es la toma del poder. Envidia de guerrillas que no lo lograron por las armas.

El punto nodal de la corrupción es la contratación pública, sentencia Transparencia por Colombia. La mueven mallas abigarradas de contratistas que acaparan las inversiones del Estado: sólo una de ellas llegó a concentrar adjudicaciones por $60 billones, revelaría el excontralor Felipe Córdoba. Exhibe la saga más reciente los escándalos de Reficar y sus $17 billones en sobrecostos, el robo de $1.4 billones de dineros de la salud por Saludcoop, y el carrusel de la contratación en Bogotá que a jefes del Polo sólo les mereció mutismo, dizque a la espera del pronunciamiento de los jueces; como si no existieran sanción política y social.

Tampoco dijeron mu los expresidentes Uribe, Santos y Duque, supuestamente salpicados por Odebrecht. Ni musitó palabra el jefe de la bancada uribista que terminó presa por parapolítica, ni Iván Duque porque la justicia buscara en su campaña platas de un narco llamado cariñosamente el Ñeñe. Y reinó el silencio a la voz de alianza en la sombra entre señorones de negocios y el ELN para robarle a Ecopetrol crudo por valor de ochenta millones de dólares al año. El adalid, Hernando Silva Bickenbach, primo de la esposa del expresidente Andrés Pastrana.

Las elecciones son ahora feria en mercado libre de inversión y de lucro, de lavado de activos y asalto a los recursos del Estado, gracias también al timonazo del neoliberalismo: en la conveniente creencia de que la gente de bien es más confiable que el Estado, se privatizaron empresas y funciones públicas. Desmantelado aquel, suprimidas sus funciones de regulación de la economía, se tomó la corrupción el Estado y la sociedad. Amancebados negocio privado y función pública –que no la sana alianza público-privada– se disparó la corrupción.

Bienvenida la ley que prohíba, por fin, la financiación de campañas por particulares que han demostrado no ser confiables. Será medida eficaz contra la vergonzosa profesión de corrupción política que se disemina desde la cima del poder. No más Abudinen protegidas por el mismísimo Ministerio Público. Ni más hijos del Ejecutivo, llámense Uribe o Petro, enriquecidos bajo el ala de su privilegio, aunque el papá de este último lo mandó de entrada a la justicia.

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