La Fiscalía revela cómo ejecutivos y contratistas dispusieron de más de 339.000 millones de pesos en obras sin licencia ambiental, ocasionando daños irreparables a ecosistemas y comunidades del río Cauca


Nunca fue un accidente. Tampoco fue sólo negligencia. Detrás de la crisis de Hidroituango se esconde un sistema silencioso de corrupción institucionalizada que opera con precisión quirúrgica: contratos millonarios, firmas en papel oficial, sellos gubernamentales y, por supuesto, las inevitables «actas de modificación bilateral» que convenientemente transforman lo ilegal en procedimiento administrativo.

Mientras en el papel las cosas parecían en orden, el río Cauca —arteria vital para miles de personas— era sentenciado a la devastación. Los pescadores, agricultores y mineros artesanales, cuyos rostros probablemente nunca vieron los firmantes de aquellos contratos, perdieron su sustento, su seguridad y su forma de vida. Todo por un pequeño detalle: la ausencia de licencias ambientales para obras que desviaron uno de los ríos más importantes del país.

Los arquitectos del desastre

Este miércoles, la Fiscalía General de la Nación reveló los nombres detrás del entramado. Jorge Ignacio Castaño Giraldo, exdirector Ambiental, Social y de Sostenibilidad de EPM para el Proyecto Ituango. Santiago García Cadavid, representante legal del consorcio constructor CCC Ituango. Y Álvaro Aravi Castro Vásquez, representante legal y gerente de la interventoría.

Tres hombres que, según la investigación fiscal, decidieron que las licencias ambientales eran un mero trámite prescindible cuando se trataba de desviar un río y transformar para siempre un ecosistema. Irónicamente, uno de ellos tenía como función principal velar precisamente por la gestión ambiental.

La matemática de la corrupción: 339.107 millones de razones

¿Qué monto tiene la destrucción de un ecosistema? La Fiscalía lo ha calculado: más de $339.107 millones de pesos. Esta cifra astronómica representa los recursos del erario apropiados a través de «actas modificatorias» para ejecutar obras sin licencia ambiental.

El dinero fluyó como las aguas del Cauca, pero no hacia las comunidades que dependían del río. Fluyó hacia los bolsillos del Consorcio CCC Ituango y la interventora Consorcio Ingetec-Sedic, mediante un mecanismo perverso pero efectivo: hacer que EPM pagara por obras que nunca debieron realizarse sin los permisos correspondientes.

La maquinaria del Sistema Auxiliar de Desviación

La implementación del Sistema Auxiliar de Desviación (SAD) y la Galería Auxiliar de Desviación (GAD) —los nombres técnicos del desastre— no fueron decisiones técnicas inocentes. Fueron el resultado de un engranaje perfectamente aceitado donde los verdaderos damnificados jamás tuvieron voz ni voto.

Según la investigación fiscal, el consorcio constructor y la interventora «impusieron a la generadora eléctrica un funcionamiento no previsto en el diseño original». En otras palabras, alteraron el proyecto sobre la marcha, desviaron el río sin contar con los estudios necesarios y cobraron cientos de miles de millones por hacerlo.

De villanos a héroes: el arte de la absolución institucional

Mientras los responsables directos enfrentan cargos por daño a los recursos naturales y peculado por apropiación, el sistema ya trabaja en su próximo acto. En una ironía que solo puede ocurrir en Colombia, la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (Anla) —la misma entidad que debía haber evitado esta situación en primer lugar— acaba de levantar la medida preventiva impuesta en 2018.

Con la reciente Resolución 000457 del 13 de marzo de 2025, la Anla autoriza la «reactivación plena» de las actividades. El mensaje es claro: causa daños ambientales irreparables, espera unos años, y eventualmente serás recompensado con la autorización para continuar como si nada hubiera pasado.

Las víctimas invisibles

Los rostros de esta catástrofe no aparecen en las actas de EPM ni en las imputaciones de la Fiscalía. Son los pescadores que ya no tienen peces, los agricultores cuyas tierras perdieron fertilidad, los mineros artesanales sin sustento. Son las familias cuya «seguridad alimentaria» —ese término técnico que esconde el hambre real— quedó comprometida.

La cuenca media y baja del río Cauca no es solo un punto en el mapa; es un ecosistema vivo y una comunidad humana cuya existencia fue considerada un daño colateral aceptable en la búsqueda de lucro.

¿Justicia en el horizonte?

Los tres ejecutivos imputados han rechazado los cargos. No es sorprendente. El sistema que operaron está diseñado para protegerlos. Mientras tanto, el impacto en el río Cauca y sus comunidades ribereñas no puede deshacerse con una declaración de inocencia o un fallo judicial.

El agua que fluye en el Cauca hoy es testigo de cómo la corrupción no es solo un concepto abstracto o un delito técnico. Es una fuerza destructiva que altera ecosistemas, empobrece comunidades y transforma paisajes para siempre.

La verdadera pregunta no es si estos ejecutivos serán condenados, sino si algún día en Colombia el sistema de justicia conseguirá que el costo de destruir un ecosistema sea mayor que el beneficio de apropiarse ilegalmente de 339.107 millones de pesos.

Por ahora, el río Cauca sigue fluyendo. Transformado. Herido. Esperando una justicia que parece tan esquiva como el agua para las comunidades que una vez prosperaron en sus orillas.

Nota editorial: Este artículo forma parte de nuestra serie «Sistema Silencioso», que expone los engranajes invisibles que mantienen la corrupción en funcionamiento en Colombia. Combinando rigor investigativo con análisis sociopolítico, desentrañamos cómo las estructuras de poder normalizan la impunidad y perpetúan ciclos de injusticia ambiental y social.

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