Cuando el director de la Policía se convierte en lobista de empresarios paramilitares

Más allá de los titulares que hablan de «casos aislados» y «manzanas podridas», existe una realidad que trasciende las condenas individuales: en Colombia hemos construido un sistema donde los uniformes más honorables se convierten en trajes de lobistas cuando las élites necesitan protección. El caso del general Rodolfo Palomino no es solo la historia de un oficial corrupto; es la radiografía de cómo funciona una red subterránea que convierte las instituciones en agencias de servicios para criminales de cuello blanco.

El 12 de febrero de 2014, cuando el general Rodolfo Palomino tocó la puerta de la oficina de la fiscal Sonia Velásquez, no llegó como director de la Policía Nacional. Llegó como mensajero de una élite que había decidido que Luis Gonzalo Gallo, empresario vinculado con paramilitares y despojo de tierras, no podía ser capturado. En esa visita «sorpresiva» se cristalizó la verdadera naturaleza de nuestro sistema: las instituciones no sirven a la justicia, sirven a quienes pueden pagarla.

La Red que nunca duerme

La conversación grabada por la fiscal Velásquez —que tuvo la sensatez de documentar lo que consideró un acto intimidatorio— revela algo más siniestro que un simple favor entre conocidos. Palomino no llegó como un ciudadano preocupado; llegó como el operador de una maquinaria perfectamente articulada para proteger a quienes han convertido el crimen en modelo de negocio.

«Es una propuesta indecente«, fueron las palabras del propio Palomino para describir su «sugerencia» sobre Luis Gonzalo Gallo. Indecente, pero no improvisada. Calculada, sistemática, parte de un protocolo invisible que funciona cuando las élites necesitan que la ley se detenga en seco.

El empresario que Palomino defendía no era un simple comerciante con problemas judiciales. Era Luis Gonzalo Gallo, investigado por concierto para delinquir agravado, lavado de activos y desplazamiento forzado, todo en alianza con los paramilitares de la Casa Castaño. Un hombre que había convertido el despojo de tierras en Las Tulapas, Córdoba, en una empresa rentable durante los años noventa.

El Catálogo de conexiones

Pero aquí viene lo verdaderamente revelador: Palomino no defendía a Gallo por su encanto personal. Lo defendía porque, según sus propias palabras, era un hombre con «poder» cercano a expresidentes. En su argumentación intimidatoria, mencionó explícitamente los nexos del empresario con Andrés Pastrana, Luis Alberto Moreno (entonces presidente del Banco Interamericano de Desarrollo) y Juan Carlos Pinzón (entonces ministro de Defensa).

Esta no es casual name-dropping. Es el mapa detallado de una red que trasciende gobiernos, partidos y décadas. Una red donde empresarios que se enriquecieron con sangre campesina mantienen líneas directas con expresidentes, banqueros internacionales y ministros en ejercicio. Y donde el director de la Policía actúa como su servicio de mensajería.

¿La captura de Gallo sería «muy grave«? Por supuesto. No por las implicaciones judiciales, sino porque podría exponer las conexiones de toda una estructura que ha funcionado en la sombra durante décadas.

El protocolo del crimen elegante

La forma en que operó Palomino revela la sofisticación de esta maquinaria. No llegó amenazando directamente. Llegó «sugiriendo«, «reflexionando«, planteando «consideraciones» sobre la inconveniencia de capturar a alguien tan «conectado«. El lenguaje de la diplomacia criminal, donde las amenazas se disfrazan de consejos y el chantaje se presenta como cortesía profesional.

Este es el modus operandi de una red que ha perfeccionado el arte de la corrupción institucional: usar el prestigio del cargo para intimidar, invocar nombres poderosos para generar miedo, y presentar la obstrucción de la justicia como un acto de prudencia administrativa.

La fiscal Velásquez entendió inmediatamente lo que estaba pasando. No era una visita de cortesía; era la operación de un sistema que funciona cuando los poderosos necesitan que la justicia haga una excepción. Por eso grabó la conversación. Sabía que estaba documentando algo más grande que una conversación: estaba registrando cómo funciona la impunidad por encargo.

Más que un General corrupto

Tres años después, cuando Palomino fue imputado, su defensa fue reveladora: «No me puedo allanar a los cargos, no he cometido ningún delito«. En su mente, probablemente tenía razón. Dentro de un sistema donde proteger a las élites es parte del protocolo no escrito, su actuación no era un crimen sino un servicio.

Pero la verdadera dimensión de su corrupción se reveló en 2021, cuando la Procuraduría lo destituyó e inhabilitó por 13 años. No solo por el caso Gallo, sino por ser «determinador de una reunión para ejercer presión» sobre un oficial que había denunciado acoso laboral y sexual. El patrón se repite: usar el poder institucional para silenciar, intimidar y proteger los intereses de quienes controlan el sistema.

Los coroneles Ciro Carvajal y Flavio Mesa, el mayor John Santos Quintero, todos destituidos por el mismo caso. No son casos individuales de corrupción; son la evidencia de una red institucional diseñada para operar fuera de la ley cuando los poderosos lo necesitan.

El costo real del sstema

Mientras Palomino ejercía su «diplomacia criminal», las víctimas del despojo en Las Tulapas seguían esperando justicia. Campesinos desplazados por la alianza entre empresarios y paramilitares, familias que perdieron sus tierras para que hombres como Gallo construyeran fortunas, comunidades enteras destruidas para alimentar un modelo de «desarrollo» basado en la violencia y el despojo.

Cada favor que Palomino intentó conseguir para Gallo representaba una bofetada más para esas víctimas. Cada «consideración» que planteó a la fiscal era un insulto más a quienes habían perdido todo para enriquecer a los protegidos del sistema.

La corrupción de Palomino no fue un acto aislado de ambición personal. Fue la operación perfecta de una red que ha convertido el Estado en su agencia de servicios privados, donde los uniformes más respetados se alquilan al mejor postor y donde la justicia se detiene cuando las élites necesitan respirar.

La Arquitectura de la Complicidad

Lo más inquietante de este caso no es que un general haya intentado trabar una investigación. Es que lo haya hecho con tanta naturalidad, invocando nombres de expresidentes como si fueran cartas de inmunidad. Esto revela que existe un entendimiento implícito en las élites: cuando uno está en problemas, el sistema completo se activa para protegerlo.

Pastrana, Moreno, Pinzón… Nombres que Palomino mencionó no como referencias casuales, sino como parte de un catálogo de protecciones. Como si dijera: «Este hombre no puede caer porque está conectado con quienes realmente mandan«. Y probablemente tenía razón.

La red subterránea que protege a las élites corruptas funciona precisamente así: a través de conexiones invisibles que trascienden instituciones, gobiernos y décadas. Una red donde empresarios paramilitares mantienen líneas directas con expresidentes, donde banqueros internacionales avalan criminales locales, y donde generales de la República actúan como sus gestores de crisis.

La pregunta que nadie quiere hacer

La condena de Palomino plantea una pregunta incómoda: ¿cuántos otros uniformes están disponibles cuando las élites necesitan favores? ¿Cuántos otros funcionarios han recibido «sugerencias» similares y han obedecido sin dejar grabaciones? ¿Cuántas investigaciones se han detenido por «consideraciones» que nunca se documentaron?

Porque si algo revela este caso que terminó en condena es que Palomino no fue un innovador. Fue el operador de un sistema que funciona cotidianamente, donde la diferencia entre este caso y miles de otros es que una fiscal tuvo el coraje de grabar y denunciar.

La red subterránea que protege a las élites no nació con Gallo ni murió con la condena de Palomino. Sigue operando, perfeccionándose, adaptándose. Porque mientras exista una sociedad dispuesta a normalizar que los poderosos tengan tratamientos especiales, seguirá habiendo generales dispuestos a convertirse en sus mensajeros.

El caso Palomino no es la historia de un general corrupto. Es la radiografía de un sistema donde la corrupción no es la excepción sino el protocolo, donde las instituciones no sirven a la justicia sino a quienes pueden comprarla, y donde los uniformes más honorables se alquilan cuando las élites necesitan que la ley haga una pausa.

La verdadera pregunta no es si Palomino era culpable. La pregunta es si estamos dispuestos a seguir fingiendo que casos como este son anomalías en un sistema que los produce sistemáticamente. Porque mientras sigamos creyendo que la corrupción es cosa de individuos malvados y no de estructuras diseñadas para servir a las élites, seguiremos teniendo generales que venden favores y empresarios que compran impunidad.

Publicidad ver mapa

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.