Por: Equipo de Investigación – 25 de febrero de 2025
La maquinaria invisible de la indiferencia
Mientras 442 personas eran asesinadas sistemáticamente por uniformados que juraron protegerlas, Colombia apenas parpadeó. Mientras 21 billones de pesos desaparecían de las arcas públicas —dinero que podría haber salvado vidas, educado niños y construido hospitales— el país siguió su rutina como si nada hubiera pasado.
No es que la noticia no fuera suficientemente importante. Es que ya no nos conmueve lo suficiente.
La semana pasada, la Justicia Especial para la Paz imputó a cuatro generales y 35 oficiales y suboficiales retirados del Ejército Nacional por ejecuciones extrajudiciales ocurridas entre 2004 y 2007. Los acusados, según la investigación, lideraron una política de facto para acumular «bajas en combate» que les garantizaran premios e incentivos.
El resultado: 434 personas asesinadas y 8 desplazadas, todas ellas presentadas falsamente como guerrilleros abatidos en combate.
El mecanismo invisible que sostiene el ciclo
¿Qué ocurre cuando una sociedad normaliza el horror? En Colombia, ocurre que los generales pueden ordenar abiertamente «dar de baja» a tres «enemigos» diariamente en programas radiales oficiales, y pocos se escandalizan. Ocurre que los funcionarios pueden saquear 21 billones de pesos —afectando directamente a 15 millones de personas— y la indignación se evapora tan rápido como aparece.
«La corrupción es la violencia de las élites contra la población,
» explica Adolfo Meisel Roca, rector de la Universidad del Norte. «Los que reciben comisiones, millones de dólares —pues todo se sabe, aunque poco se castigue—, les niegan la comida a quienes padecen hambre; la vida, a quienes no encuentran una atención médica oportuna, y agua de calidad, a los niños que mueren en las zonas rurales.
«
Esta violencia elegante, de cuello blanco, mata sin disparar una sola bala.
La polarización como blindaje perfecto
Existe un sistema silencioso que protege tanto a los corruptos como a los asesinos: la polarización política. Un sofisticado mecanismo que convierte crímenes objetivos en simples opiniones partidistas.
Si perteneces a mi bando político, tu corrupción es «estrategia«; si eres mi adversario, es «robo descarado«. Si el militar que mata civiles inocentes sirve a mi ideología, es un «defensor de la patria«; si sirve a la contraria, es un «criminal«.
Ya no importa la gravedad del delito sino quién lo comete. La ecuanimidad, el sentido de justicia y la coherencia han perdido la batalla en la mente de los colombianos. La tesis de que «el fin justifica los medios» o aquella frase populachera de que «roba pero hace» han ganado terreno en la psique nacional.
De la indignación selectiva a la apatía universal
«Pocos prestan atención o muestran su rechazo y menos asombro por noticias tan impactantes como que entre el 2016 y el 2022, se perdieron más de 21 billones de pesos
«, señala el informe original. Dinero que debía destinarse a salud, educación e infraestructura.
Y si alguien se atreve a indignarse, lo hace solo cuando los criminales pertenecen al bando contrario. La política se ha convertido en un juego de fútbol donde lo importante es que gane «mi equipo«, aunque sus jugadores sean asesinos o ladrones.
Mientras tanto, según la «Radiografía de Hechos de Corrupción 2016-2022» realizada por Transparencia por Colombia, los niños y adolescentes son los más afectados por este saqueo sistemático. Son ellos quienes pagan el precio más alto de nuestra indiferencia.
La doble moral como política de Estado
«Grave esta doble moral,
» advierte Meisel Roca. «Grave, dado que el cinismo se va apoderando de la opinión de la gente. Grave, porque pierde legitimidad el poco Estado que tenemos.
«
Esta ambivalencia moral ha creado un círculo vicioso: mientras las élites roban con impunidad y disfrutan de privilegios incluso cuando son condenados, las cárceles se llenan de personas de origen humilde. Dos justicias para dos Colombias.

El costo invisible de nuestra anestesia moral
La gradual normalización del horror tiene consecuencias que van más allá de lo inmediato. Cada vez que un colombiano dice «me da igual si roban, mientras me den mis medicinas
«, está legitimando un sistema que lo terminará destruyendo.
Porque los generales que ordenaban matar civiles inocentes y los funcionarios que desvían recursos públicos comparten una característica: solo pueden operar en una sociedad donde la indignación ha sido domesticada.

¿Hay salida a este laberinto de indiferencia?
La pregunta no es si Colombia puede recuperar su capacidad de indignación, sino si quiere hacerlo. Porque la indignación selectiva y partidista es tan peligrosa como la indiferencia total.
El verdadero desafío es recuperar la capacidad de juzgar los hechos por su naturaleza y no por quién los comete. Entender que un asesino es un asesino y un ladrón es un ladrón, sin importar a qué partido pertenezca o qué bandera enarbole.
Mientras no seamos capaces de reconocer esto, seguiremos siendo cómplices de un sistema que nos mata lentamente mientras nosotros aplaudimos a nuestros verdugos.