La democracia colombiana tiene un nuevo miembro VIP en su colección de vergüenzas: Carlos Emiro Barriga Peñaranda, quien demostró que en Colombia no necesitas votos legítimos cuando puedes tener fusiles, coca y una buena finca fronteriza


El Club de los Impresentables tiene nuevo socio

Mientras la mayoría de colombianos madrugan a trabajar por un salario que apenas alcanza, hay quienes construyeron imperios políticos sobre la sangre y el narcotráfico. Carlos Emiro Barriga Peñaranda acaba de ingresar oficialmente a ese selecto club que llamamos la «Galería de Corruptos de Colombia», ese museo de la infamia donde reposan los nombres de quienes convirtieron la política en un negocio de muerte.

La Corte Suprema de Justicia lo sentenció a diez años de prisión. Diez años. Menos tiempo del que duró su carrera política manchada de sangre. El delito: concierto para delinquir agravado con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Pero no nos engañemos con el lenguaje jurídico aséptico. Lo que hizo Barriga fue simple: vendió su alma, su finca y su dignidad al Bloque Catatumbo a cambio de votos y poder.

Y funcionó. Claro que funcionó. Porque en Colombia, durante años, el pacto perverso entre política y paramilitarismo no fue la excepción: fue el modelo de negocio.

La finca La Isla: Resort todo incluido para paramilitares

Hagamos un pequeño ejercicio de imaginación. Piensa en una finca de 90 hectáreas en la frontera colombo-venezolana. Ahora añádele: entrenamiento militar, almacenamiento de armas, «cocinas» para procesar coca, y una conveniente ubicación para el tráfico de drogas hacia Venezuela. ¿Suena a película de narcos? No. Es La Isla, la propiedad de la familia Barriga Peñaranda.

Jorge Iván Laverde, alias «El Iguano«, comandante del Bloque Catatumbo entre 1999 y 2004, lo dijo sin tapujos: «En la finca La Isla, de propiedad de la familia Barriga Peñaranda, prácticamente tenían una base paramilitar«. No era un campamento improvisado. Era infraestructura. Era logística. Era el tipo de apoyo que no se da por casualidad ni por ingenuidad.

Porque seamos claros: cuando un grupo paramilitar monta operaciones en tu propiedad durante años, no es porque «se colaron sin permiso». Es porque hay un acuerdo. Un negocio. Una complicidad que se traduce en protección, financiamiento y, sobre todo, en votos.

Julio César Arce Graciano, alias «ZC», comandante del frente Tibú, lo confirmó: las Autodefensas «prestaban seguridad a unas cocinas para el procesamiento de coca» en La Isla. Wilson de las Salas Fernández, «el Soldado», recibió «órdenes directas de los jefes paramilitares para que trasladara a varios ciudadanos para que votaran por Carlos Barriga al Senado en los comicios de 2002».

Esto no es una novela. Es el expediente judicial. Es la verdad que durante años se intentó ocultar bajo el manto de la «política regional» y el «liderazgo comunitario».

El modelo de negocio: Sangre por curules

La operación era simple, brutal y efectiva. El Bloque Catatumbo necesitaba representación política. Barriga necesitaba votos. La finca La Isla era el punto de encuentro perfecto.

¿Cómo funciona esta maquinaria? Déjame explicártelo como si fuera un manual de instrucciones para aspirantes a corruptos:

Paso 1: Ofrece tu propiedad como base de operaciones paramilitares. Refugio, armamento, laboratorios de coca. Todo incluido.

Paso 2: Recibe financiamiento económico para tu campaña. El narcotráfico genera suficiente efectivo para comprar conciencias, carteles publicitarios y encuestas favorables.

Paso 3: Deja que los «muchachos» se encarguen de la logística electoral. Transporte de votantes (a veces con «persuasión» armada), control territorial, intimidación selectiva. Democracia a punta de fusil.

Paso 4: Llega al Congreso como uno de los candidatos más votados de tu partido. Celebra. Tómate fotos con el presidente. Habla de democracia en los discursos.

Paso 5: Niega todo. Llama «mitómanos» a los testigos. Presenta pruebas de tu «calidad humana» y tu supuesto «liderazgo comunitario».

Carlos Emiro Barriga ejecutó este plan a la perfección. En 2002, obtuvo 57,353 votos. En 2006, 44,178 votos. En 2010, 40,724 votos. Tres periodos consecutivos en el Senado. Tres periodos manchados con la misma sangre que el Bloque Catatumbo derramó en Norte de Santander durante años.

La red familiar: Cuando el apellido es sinónimo de complicidad

Pero la historia no termina con Carlos Emiro. Como en las mejores (o peores) sagas familiares, el apellido Barriga Peñaranda tiene más capítulos oscuros.

Pedro Luis Barriga Peñaranda, conocido con el peculiar apodo de «Pedro Toyota» (por su amor a las camionetas de alta gama), también está en la mira de la justicia. ¿Su especialidad? Mover droga por la frontera con ayuda de las AUC.

Salvatore Mancuso, «El Iguano«, y hasta Dairo Antonio Úsuga David, alias «Otoniel«, señalaron a Pedro Toyota como pieza clave en la red de narcotráfico del Bloque Catatumbo. Edilfredo Esquivel Ruiz, alias «el Osito«, fue contundente: «Pedro Toyota era uno de los grandes colaboradores que tenían las Autodefensas en Norte de Santander. Al principio, cuando llegaron las AUC, él era el encargado de sacar los cargamentos de droga de Puerto Santander a Venezuela«.

¿Y la finca La Isla? También se usó para los negocios de Pedro. Porque cuando tienes una propiedad tan versátil, ¿por qué limitarse a un solo tipo de crimen?

Los dos hermanos Barriga Peñaranda se han declarado inocentes. Claro. Porque cuando media docena de excomandantes paramilitares, incluyendo figuras del calibre de Mancuso y Otoniel, te señalan con nombre y apellido, lo más lógico es pensar que todos están mintiendo. Todos. Coordinados. En una conspiración masiva contra dos inocentes políticos de Norte de Santander.

La defensa intentó desestimar estos testimonios tachándolos de «contradictorios» y a los testigos de «mitómanos«. La Corte no compró el cuento. Porque cuando las pruebas se acumulan, cuando los testimonios coinciden en los hechos centrales, cuando hasta los capos extraditados confirman la historia, la verdad se vuelve inescapable.

El Sistema que protege a los suyos (Hasta que ya no puede)

Lo verdaderamente fascinante (y aterrador) de este caso es cuánto tiempo tomó. Barriga fue senador de 2002 a 2010. Las acusaciones de paramilitarismo comenzaron en las audiencias de Justicia y Paz años atrás. Salvatore Mancuso y otros comandantes lo señalaron públicamente. La revista Semana publicó detalles del voluminoso expediente en noviembre de 2024.

Y solo ahora, en 2025, la Corte Suprema lo condena.

Mientras tanto, Barriga gozó de fuero, de salario de senador, de privilegios, de influencia. Participó en comisiones, votó leyes, dio discursos. Todo mientras el expediente que documentaba sus vínculos con el paramilitarismo crecía en los archivos judiciales.

Esto no es un error del sistema. Es el sistema funcionando exactamente como fue diseñado: para proteger a la clase política durante el mayor tiempo posible.

Porque en Colombia, el aforamiento no es un escudo judicial; es un blindaje político. Porque los procesos contra congresistas avanzan a velocidad glacial. Porque siempre hay recursos, apelaciones, testimonios de «personas respetables» que hablan de la «calidad humana» del acusado.

La Corte rechazó esas «pruebas testimoniales» por «incoherentes«. ¿La razón? Testigos que hablaban de las actividades sociales de Barriga, de su participación en el Club de Leones de Cúcuta, de reuniones políticas «normales» en La Isla. «Aspectos irrelevantes para la causa penal», sentenció el alto tribunal.

Traducción: no nos importa si era simpático en las reuniones sociales cuando su finca servía de base para paramilitares que sembraron el terror en la región durante años.

La Galería de Corruptos: Un Museo sin clausura

Carlos Emiro Barriga Peñaranda ingresa oficialmente a la Galería de Corruptos de Colombia. Su retrato se suma a una colección extensa de políticos que confundieron el servicio público con el saqueo, que usaron el poder para enriquecerse, que construyeron carreras sobre la desgracia ajena.

Pero aquí está la verdad incómoda: Barriga no es una excepción. Es un síntoma.

Durante la era del paramilitarismo, decenas de políticos hicieron pactos similares. El fenómeno fue tan extendido que recibió nombre propio: la «parapolítica«. Algunos fueron condenados. Muchos otros nunca enfrentaron justicia. Varios siguen en política, reciclados en nuevos partidos, con nuevos discursos, pero las mismas prácticas.

La diferencia con Barriga es que el cerco se cerró. Los testimonios se acumularon hasta volverse insostenibles. La Corte finalmente actuó. Pero ¿cuántos casos similares siguen durmiendo en expedientes polvorientos? ¿Cuántos «líderes regionales» construyeron poder sobre la violencia y nunca respondieron por ello?

El precio de la Democracia manchada

Pensemos en lo que realmente significan esos 57,353 votos de 2002. Cada voto representa una persona. Algunas votaron convencidas por las promesas de campaña. Otras fueron transportadas, presionadas, intimidadas. Algunas vivían en zonas controladas por el Bloque Catatumbo, donde «votar» era menos una decisión que una orden.

¿Cuántas de esas personas sabían que estaban eligiendo a alguien que había pactado con paramilitares? ¿Cuántas lo sabían pero no tenían alternativa? ¿Cuántas tuvieron miedo de votar diferente?

Este es el costo real de la corrupción enquistada en el poder político: no solo se roban recursos, no solo se desvían contratos. Se secuestra la democracia misma. Se convierte el ejercicio del voto en una farsa donde los resultados están predeterminados por quién controla el territorio con armas.

Y mientras esto ocurría, mientras Barriga consolidaba poder, el Bloque Catatumbo seguía operando: extorsionando, secuestrando, asesinando, desplazando. Porque esa era la otra parte del negocio. El político daba legitimidad institucional; los paramilitares daban control territorial. Un pacto diabólico donde todos ganaban excepto la ciudadanía.

La Ilusión de la Justicia tardía

La Corte ordenó la captura inmediata de Barriga. Negó suspensión de pena o arresto domiciliario. Es un mensaje: la gravedad del delito no admite contemplaciones.

Pero seamos honestos: ¿es esto justicia?

Barriga disfrutó del poder durante casi una década. Influyó en leyes, en presupuestos, en decisiones de Estado. Construyó redes, acumuló favores políticos, probablemente amasó una fortuna. Todo mientras el expediente que lo incriminaba crecía, año tras año, sin que nada pasara.

Ahora irá a prisión. Diez años. ¿Y luego qué? ¿Sale libre a los 60 y tantos años, con su patrimonio intacto, sus conexiones políticas aún vigentes, su familia protegida? Porque noten algo: mientras Carlos Emiro va a la cárcel, el proceso contra su hermano Pedro Toyota «duerme el sueño de los justos» en la Corte Suprema.

La impunidad no siempre es absoluta. A veces es selectiva, escalonada, estratégica. Se sacrifica a uno para mantener la ilusión de que el sistema funciona, mientras otros quedan protegidos en la penumbra.

El Patrón que se repite

Si algo nos enseña el caso Barriga es que la corrupción nunca opera en solitario. Siempre hay una red. Siempre hay cómplices institucionales, empresariales, sociales.

Para que Barriga llegara al Senado se necesitó:

  • Paramilitares dispuestos a hacer el trabajo sucio
  • Votantes que aceptaron (por convicción, miedo o conveniencia) el arreglo
  • Partidos políticos que avalaron sus candidaturas una y otra vez
  • Medios que no investigaron o miraron para otro lado
  • Empresarios que financiaron campañas sin preguntar de dónde salía el dinero
  • Un sistema judicial que tardó más de dos décadas en actuar
  • Una sociedad que normalizó estos pactos como «la política que se hace en las regiones»

Y lo más peligroso: este modelo sigue vigente. Los actores cambian, las organizaciones criminales mutan, los partidos se reinventan, pero la lógica de fondo permanece.

Porque mientras la ciudadanía siga aceptando el discurso de «todos roban pero este al menos hace algo», mientras los votantes prioricen el clientelismo inmediato sobre la decencia institucional, mientras la indignación dure solo hasta el próximo escándalo, el sistema corrupto se perpetúa.

La Verdad que nadie quiere ver

Aquí está la parte incómoda que casi nadie dice: Carlos Emiro Barriga no habría llegado al Senado si los votantes no lo hubieran elegido. Sí, hubo intimidación. Sí, hubo compra de votos. Sí, hubo manipulación. Pero también hubo miles de personas que, conociendo los rumores, sospechando las conexiones, viendo el contexto de violencia, decidieron que Barriga era su mejor opción.

No es solo culpa del corrupto. Es culpa del sistema que tolera, habilita y premia la corrupción. Es culpa de una sociedad que aprendió a convivir con ella, a justificarla, a normalizarla.

«Todos roban, al menos este reparte». «Es un delincuente, pero hace obras». «Tiene vínculos turbios, pero me dio un puesto». Cada una de estas frases es un ladrillo más en el muro de impunidad que protege a figuras como Barriga.

La corrupción no se derrota solo con condenas judiciales. Se derrota cuando la sociedad deja de premiarla con votos, de celebrarla con indiferencia, de justificarla con cinismo.

La Pregunta Incómoda

Mientras escribo esto, mientras tú lo lees, hay decenas de «Carlos Barriga» operando en Colombia. Algunos en el Congreso. Otros en asambleas departamentales. Varios en concejos municipales. Con diferentes apellidos, diferentes partidos, pero las mismas prácticas.

Políticos que llegaron al poder mediante pactos con grupos armados (legales o ilegales). Que financiaron campañas con dinero sucio. Que compraron votos. Que intimidaron comunidades. Que convirtieron la política en un negocio criminal.

¿Cuántos de ellos terminarán en la Galería de Corruptos? ¿Cuántos seguirán disfrutando del poder hasta que la muerte los alcance antes que la justicia?

Y la pregunta más incómoda: ¿cuántos de nosotros seguiremos votando por ellos porque «al menos hacen algo»?

El Mensaje Final: La Galería está abierta

La Galería de Corruptos de Colombia no es un museo. Es un espejo. Refleja lo que somos como sociedad, lo que toleramos, lo que premiamos, lo que castigamos (tarde y mal).

Carlos Emiro Barriga Peñaranda ingresa a esa galería no como una excepción monstruosa, sino como un representante típico de un sistema enfermo. Su condena no es el final de la historia; es apenas un recordatorio de que el problema sigue vigente.

La pregunta no es si habrá más nombres en esa galería. La pregunta es si alguna vez tendremos el coraje colectivo de cerrarla definitivamente, no con condenas tardías, sino con una transformación profunda de cómo entendemos y ejercemos la política.

Porque mientras la ciudadanía siga eligiendo entre «el corrupto A» y «el corrupto B«, mientras sigamos justificando pactos perversos con resultados inmediatos, mientras la indignación sea performativa y la memoria sea corta, la Galería de Corruptos seguirá recibiendo miembros nuevos.

Y todos seguiremos pagando el precio.


Nota del editor: Este artículo forma parte de nuestro compromiso de exponer no solo los hechos, sino los sistemas que permiten que la corrupción prospere. La información está basada en el fallo de la Corte Suprema de Justicia, testimonios en audiencias de Justicia y Paz, y reportes periodísticos verificados. Porque la verdad no solo se lee: se siente. Y duele.

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