El 7 de agosto de 2025, mientras Colombia conmemoraba la batalla de Boyacá, miles de ciudadanos marcharon en 25 ciudades del país no para celebrar la libertad, sino para exigir impunidad. Con banderas tricolores y camisetas blancas que costaban 20 mil pesos cada una, los manifestantes corearon «Uribe inocente» bajo la consigna de defender a quien acaba de ser condenado por manipular testigos y cometer fraude procesal. La ironía histórica es devastadora: imaginen por un momento si Platón hubiera organizado marchas multitudinarias para protestar por la condena de Sócrates.
El Espectáculo de la Impunidad Organizada
Lo que presenciamos el pasado jueves no fue una manifestación espontánea de indignación ciudadana, sino un despliegue perfectamente orquestado de lo que los documentos internos del uribismo llaman «defensa de la patria«, pero que en realidad constituye una operación de ingeniería social para normalizar la corrupción. El Colombiano reportó manifestaciones masivas donde se vendían camisetas alusivas y se repartían folletos que presentaban «desde la versión uribista» los puntos del proceso judicial, como si la justicia fuera una cuestión de narrativas y no de hechos.
La metodología empleada es la clásica del Sistema Silencioso descrito en los análisis de corrupción estructural: crear una realidad paralela donde el condenado se transforma en víctima, donde el corrupto se convierte en mártir, y donde la multitud termina aplaudiendo precisamente a quien representa todo lo que debería rechazar.

Sócrates vs. Uribe: Un contraste filosófico devastador
En la «Apología» de Platón, Sócrates acepta su condena con dignidad filosófica. No organiza marchas, no moviliza masas, no vende merchandising de su inocencia. Ante los jueces atenienses, el filósofo declara: «Una vida sin examen no merece ser vivida«, y acepta las consecuencias de sus principios. Contrasta esto con las declaraciones de Álvaro Uribe tras su condena a 12 años de prisión domiciliaria: inmediatamente trasladó la discusión «de los estrados a la política«, como reportó El País, convocando a sus seguidores para que salieran a las calles.
La diferencia es abismal: Sócrates enfrentó la injusticia con integridad intelectual; Uribe enfrenta la justicia con manipulación mediática. Uno bebió la cicuta defendiendo la verdad; el otro moviliza multitudes para atacar a quienes la buscan.
La cociedad que aplaude al corrupto
Como señala uno de los documentos analizados sobre la sociedad corrupta: «Una sociedad que aplaude al corrupto merece sus cadenas». Y precisamente eso presenciamos el 7 de agosto. En Medellín, epicentro del uribismo, más de 5,000 personas no solo aplaudieron a quien fue condenado por manipular testigos, sino que además gritaron consignas contra el presidente Petro, mezclando el apoyo al condenado con ataques al poder actual.
La Lógica Invisible de esta manifestación revela algo más perverso: la conversión de la corrupción en bandera política. Los manifestantes no negaban los hechos probados por la justicia; simplemente los declaraban irrelevantes. «En ninguna de las audiencias se vio que hubiera una culpabilidad«, declaró Luis Fernando Escobar, comerciante de 60 años, a El País, ignorando que precisamente una jueza independiente había determinado lo contrario basándose en evidencias.
El Mecanismo Invisible del poder corrupto
Lo más revelador de estas marchas no fue su tamaño, sino su metodología. Como describe el análisis sobre Corrupción Estructural, el sistema no solo protege a los corruptos, sino que los convierte en símbolos de resistencia. Las consignas «Uribe no cae, Uribe levanta a Colombia» y «Defensores de la patria» transforman al condenado por fraude procesal en héroe nacional.
Este es el Ciclo Secreto en acción: el corrupto manipula testigos, es condenado por la justicia, moviliza a sus bases presentándose como víctima de persecución política, y termina más fuerte que antes porque ha convertido su condena en capital político. Es la perversión perfecta de la democracia: usar las libertades democráticas para defender la antidemocracia.
El costo de la complicidad colectiva
La Red Subterránea que sostiene este espectáculo involucra a miles de ciudadanos que, conociendo los hechos, prefieren la narrativa consoladora de la persecución política. En las marchas del 7 de agosto se vendían camisetas, se repartían banderas, se organizaban coros. Todo un aparato comercial y mediático al servicio de blanquear lo que la justicia determinó como delitos.
Pero el problema trasciende a Uribe. Como señala un experto sobre El Corrupto: «El corrupto sigue ganando y no es porque sea más inteligente ni porque el sistema lo proteja, es porque la sociedad se acostumbró a perder«. Las multitudes que marcharon el jueves no lo hicieron por ignorancia; lo hicieron porque han normalizado la idea de que «todos roban pero éste nos ayuda«.
El Impacto Oculto en las instituciones
El verdadero daño de estas manifestaciones no está en las calles, sino en el mensaje que envían a la institucionalidad democrática. Cuando miles de personas salen a rechazar una condena judicial fundamentada en evidencias, están atacando no solo a un juez específico, sino al concepto mismo de justicia independiente.
La jueza Sandra Heredia, que emitió la condena, enfrentó una presión mediática y social descomunal. Como reportó BBC Mundo, varios analistas consideran «un gran avance que la jueza Heredia haya impuesto su criterio a pesar de la enorme presión mediática«. Pero el mensaje de las marchas es claro: cualquier juez que se atreva a condenar a un poderoso enfrentará el rechazo de las masas movilizadas.
La Conexión Perdida con la dignidad democrática
Platón nunca organizó una marcha por Sócrates porque entendía que la grandeza de su maestro radicaba precisamente en su disposición a aceptar las consecuencias de sus principios. La dignidad no se defiende con multitudes, sino con coherencia moral.
Las marchas del 7 de agosto representan lo contrario: la pérdida de esa Conexión Perdida entre liderazgo y dignidad, entre poder y responsabilidad. En lugar de aceptar la condena como oportunidad de reflexión, el uribismo la convirtió en combustible para una nueva campaña política, con miras a las elecciones de 2026.
El precio de aplaudir al poderoso condenado
Como documenta el análisis sobre corrupción estructural, «quien controla el miedo de la gente se acaba adueñando de su alma«. Las marchas del 7 de agosto no fueron expresiones de fe democrática, sino manifestaciones de miedo: miedo a reconocer que han defendido durante décadas a quien la justicia acaba de condenar por manipular testigos.
Es más fácil gritar «persecución política» que aceptar que el líder venerado cometió delitos. Es más cómodo culpar a los jueces que enfrentar la evidencia. Es más reconfortante marchar con banderas que reflexionar sobre las consecuencias de aplaudir al corrupto.
La lección que Colombia se niega a aprender
Sócrates dejó una lección imperecedera: prefirió morir siendo coherente que vivir siendo hipócrita. Las marchas del 7 de agosto demuestran que Colombia aún no ha aprendido esa lección. Seguimos prefiriendo la comodidad de las narrativas heroicas a la incómoda realidad de los hechos probados.
Platón no organizó marchas porque entendía que la verdad no necesita multitudes para validarse. La justicia tampoco. Solo necesita ciudadanos dispuestos a defenderla, incluso cuando condena a quienes antes aplaudían.
Mientras Colombia siga organizando marchas para defender a los condenados por la justicia, seguirá mereciendo las cadenas que ella misma aplaude.



