¿Qué clase de país aplaude cuando un aspirante presidencial promete «dar balín» a los manifestantes? ¿Qué tipo de sociedad celebra la muerte como programa de gobierno? La respuesta está en las elegantes salas de Cartagena, donde la élite económica de Colombia escribió, sin saberlo, el guión de su propia tragedia.


Artículo basado en la columna de la periodista Cecilia Orozco Tascon: Violencia verbal: nadie puede lanzar la primera piedra


El aplausómetro de la muerte

Horas antes de que un «menor desarraigado» intentara asesinar a Miguel Uribe Turbay, la crema y nata del poder económico colombiano se reunía en la Convención 59 de Asobancaria para escuchar propuestas presidenciales. Lo que sucedió allí no fue política: fue el ensayo general de una masacre anunciada.

Santiago Botero, ese desconocido para la «Colombia del común» pero con «presuntas posibilidades» de llegar a la Casa de Nariño por su habilidad para «multiplicar billetes«, subió al estrado con una propuesta que haría palidecer a los dictadores más sanguinarios: «Persona que tenga capucha… le quiero decir que, en mi gobierno, lo único que tendrá es balín».

Ver minuto 54.

La traducción es simple y aterradora: en un eventual gobierno de Botero, la Policía recibiría órdenes de disparar a matar contra manifestantes. No contra delincuentes. No contra terroristas. Contra ciudadanos ejerciendo su derecho constitucional a la protesta.

¿La reacción del auditorio? Risas y aplausos. Nadie lo repudió. Al contrario, los medios midieron el «aplausómetro» como si fuera un concurso de talentos. La pregunta que se hacían, divertidos: «¿Cuál fue el candidato más aplaudido?» La respuesta: Santiago Botero, cuando decía «balín, balín«.

Esta es la radiografía profunda de una élite que financia campañas políticas con el mismo dinero que presta «sangrando las necesidades ajenas«, y que ve en la eliminación física de la disidencia una propuesta de gobierno viable y aplaudible.

El Juez vestido de político

Pero si creías que la obscenidad había llegado a su límite, te equivocas. En la misma convención, Jorge Enrique Ibáñez, presidente de la Corte Constitucional, decidió quitarse la toga de juez y ponerse «su vanidosa guayabera de político oculto».

Caricatura de Jorge Enrique Ibáñez.

Ibáñez, ese que debería ser garante de la armonía entre poderes, se convirtió en leña para la hoguera. Con un discurso plagado de «yo estuve allí«, «yo escribí«, «yo, yo, yo«, el magistrado se comportó como un «prócer que pide calma a quienes lo animaban con sus palmas» mientras «le metía gasolina a la conflagración».

¿Su crimen? Actuar como político confrontador cuando su cargo le exige ser árbitro imparcial. ¿Su castigo? Los aplausos más fuertes de la noche, según el famoso «aplausómetro«.

La Espiral de la Autodestrucción

El mecanismo invisible ya estaba en marcha. La élite económica aplaudiendo genocidio. Los jueces actuando como políticos. Los medios midiendo la aceptación de propuestas homicidas como si fueran ratings de entretenimiento.

Y en medio de este teatro macabro, Petro «desatando los demonios» con sus trinos de «competidor en guerra verbal permanente contra el mundo entero». Porque la hipocresía de esta historia es total: todos alimentaron la bestia que después se comió a Miguel Uribe Turbay.

Cuando finalmente llegó la violencia armada, cuando el «menor desarraigado» materializó lo que la élite había aplaudido conceptualmente, ¿qué pasó? Los llamados a la concordia nacional «cayeron al vacío». Los partidos se negaron a ir a la Casa de Nariño. César Gaviria aprovechó para «mezclar peras con manzanas» buscando réditos políticos.

El Sistema Silencioso en acción

Los contendores de Uribe Turbay, esos que antes eran «sus feroces contradictores y hoy sus mejores amigos», echaron «más combustible a la enorme candela». Las redes sociales, con sus «bodegas e influenciadores», incentivaron el odio, publicaron identidades de «culpables», difundieron fotografías de «sospechosos» e incitaron al linchamiento.

Esta es la lógica invisible del poder en Colombia: crear las condiciones para la violencia, aplaudir cuando alguien la propone como política pública, y después actuar sorprendidos cuando esa violencia se materializa.

La Conexión Perdida

La verdad oculta detrás de este drama es que no hay víctimas inocentes en esta historia. Como bien dice la periodista Cecilia Orozco Tascón: «No hay quien pueda lanzar la primera piedra porque nadie está libre de pecado. Hipócritas unos, hipócritas otros, hipócritas todos«.

La corrupción del sistema no está solo en los contratos mal manejados o en los dineros desviados. Está en la normalización de la violencia como herramienta política. Está en una élite que aplaude propuestas genocidas mientras bebe whisky en hoteles cinco estrellas. Está en medios que miden la aceptación del asesinato como espectáculo.

El Ciclo Secreto continúa

Miguel Uribe Turbay fue víctima de un sistema que él mismo representa. Un sistema donde la violencia se aplaude en los salones del poder económico, se justifica desde las altas cortes, se incita desde las redes presidenciales y se ejecuta por «niños desarraigados» que son, al final, el producto más puro de esta máquina de odio.

La red subterránea de la corrupción colombiana no son solo los sobornos o las licitaciones amañadas. Es este entramado perverso donde la élite económica, política y judicial conspira, conscientemente o no, para mantener un país en permanente estado de guerra civil de baja intensidad.

Porque cuando aplaudimos el «balín, balín«, cuando convertimos la justicia en espectáculo político, cuando medimos propuestas homicidas con «aplausómetros«, no estamos construyendo democracia: estamos financiando nuestra propia destrucción.

El impacto oculto de todo esto no se mide en las encuestas o en los titulares. Se mide en cada «niño desarraigado» que decide que la violencia es la única forma de hacer política en un país que la aplaude como programa de gobierno.


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