Quince años después, la Fiscalía imputa a tres funcionarios que avalaron la venta irregular de terrenos blindados por ley. El dinero desapareció, los culpables cobraron. Así funciona la corrupción cuando viste toga.
Cuando la justicia llega con 15 años de retraso, lo que encuentra no es verdad sino cenizas
Diciembre de 2025. La Fiscalía General de la Nación imputa cargos a tres figuras del poder judicial del Atlántico: Judith Inmaculada Romero Ibarra, magistrada en propiedad del Tribunal Administrativo; Luis Carlos Martelo Maldonado, exmagistrado del mismo despacho; y Simón Miguel Ackerman Sánchez, exprocurador judicial de Barranquilla. Los delitos: prevaricato por acción y peculado por apropiación. El daño: cerca de $20 mil millones de pesos en detrimento patrimonial. El tiempo transcurrido: quince años.

Quince años en los que ese dinero se evaporó, en los que los responsables siguieron ejerciendo, en los que la impunidad se institucionalizó como método de gobierno. Porque aquí no estamos ante un «caso aislado» de corrupción. Estamos ante la radiografía de un sistema que protege a sus propios mientras simula perseguirlos.
Los hechos ocurrieron entre 2009 y 2010, cuando estos tres funcionarios avalaron la venta de dos predios estratégicos —conocidos como Cuba y Casablanca— ubicados en el corredor vial entre Barranquilla y Puerto Colombia. Terrenos cuyo valor superaba los $36 mil millones de pesos, pero que fueron comercializados por apenas $3.500 millones. Una diferencia de más de $32 mil millones que alguien se embolsilló mientras quienes debían vigilar la ley le daban el visto bueno.
Pero la historia es aún más obscena. Ambos predios estaban protegidos con medidas cautelares de extinción de dominio. Es decir, la ley explícitamente prohibía su comercialización. No había vacío legal, no había zona gris, no había confusión posible. Y sin embargo, una magistrada, un exmagistrado y un exprocurador —personas que conocían, interpretaban y aplicaban la ley— decidieron mirar hacia otro lado y autorizar un negocio que, según las propias pruebas de la Fiscalía, sabían que era ilegal.
El mecanismo invisible: cómo tres firmas destruyen 20 mil millones
El esquema es de una brutalidad silenciosa. No hacen falta armas, ni amenazas, ni espectacularidad mediática. Solo se necesita tener la firma correcta en el momento correcto. Así se roba en Colombia: con sellos oficiales, resoluciones administrativas y la complicidad del silencio judicial.
En 2009, el predio Casablanca —un terreno codiciado en una de las zonas de mayor plusvalía del corredor turístico del Atlántico— fue puesto a la venta. Según las investigaciones, quien compró ese terreno sabía perfectamente que estaba embargado por el Estado colombiano en proceso de extinción de dominio. ¿Cómo fue posible, entonces, que la transacción se realizara? Porque tres funcionarios judiciales avalaron el acuerdo. Firmaron. Dieron su visto bueno. Y con eso, convirtieron lo ilegal en «legal».
El predio Cuba siguió el mismo patrón. Aunque en este caso el daño no se consumó completamente —la Fiscalía lo clasifica como «tentativa de apropiación»—, el intento quedó documentado, las firmas quedaron registradas, y el patrón se repitió: medidas cautelares vigentes, restricciones legales claras, y funcionarios que decidieron ignorarlas.
El resultado: en el caso de Casablanca, un detrimento consolidado de 20 mil millones de pesos. En el caso de Cuba, un daño evitado solo porque no se concretó la venta final, pero que de haberse consumado habría sumado varios miles de millones más.
Y aquí viene lo que debería indignarnos más allá del monto robado: estos funcionarios no actuaron por ignorancia. La Fiscalía es clara: «Los elementos materiales probatorios dan cuenta de que el entonces procurador, la magistrada y el exmagistrado tendrían conocimiento de las limitaciones que recaían sobre los bienes, pero aun así facilitaron la venta». No fue un error. Fue una decisión.
Los actores: cuando la toga se mancha de barro
Judith Inmaculada Romero Ibarra, abogada especializada en Derecho Administrativo, magistrada del Tribunal Administrativo del Atlántico desde 1995. Treinta años en la justicia contenciosa. Múltiples especializaciones. Perfil público impecable. Y ahora, imputada por prevaricato y peculado.
Romero Ibarra no es una figura menor. Su trayectoria la ubica como una de las magistradas más experimentadas del Atlántico, con docenas de fallos a su nombre. Ha sido ponente en casos importantes, ha participado en congresos de derecho administrativo, y es considerada una voz respetada en los círculos jurídicos de la región. Lo que hace aún más grave su presunta participación en este esquema: no es que no supiera, es que sabía demasiado.
Luis Carlos Martelo Maldonado, exmagistrado del mismo Tribunal, cuya firma aparece junto a la de Romero Ibarra en múltiples decisiones judiciales entre 2009 y 2010. Martelo Maldonado ya no ejerce como magistrado, pero durante su periodo en el cargo fue clave en la aprobación de acuerdos que, según la Fiscalía, violaban abiertamente la ley.
Simón Miguel Ackerman Sánchez, exprocurador judicial de Barranquilla, el tercer eslabón de esta cadena. Su rol: avalar desde la Procuraduría las decisiones que tomaban los magistrados, cerrando así el círculo de complicidad institucional. Porque para que un esquema de corrupción judicial funcione, no basta con que los jueces prevariquen; se necesita que quien vigila a los jueces también prevarique.
Estos tres nombres representan el sistema: no son delincuentes de barrio, no son funcionarios menores, no son improvisados. Son personas que dedicaron décadas a estudiar, interpretar y aplicar la ley. Y que, cuando tuvieron que elegir entre la ley y el dinero, eligieron el dinero.
El impacto oculto: lo que se robaron no fue solo dinero
Cuando la Fiscalía habla de «20 mil millones en detrimento patrimonial», estamos hablando de mucho más que una cifra. Estamos hablando de recursos que pudieron haber financiado 40 colegios en zonas rurales. O haber construido 10 hospitales de segundo nivel. O haber pavimentado 200 kilómetros de vías terciarias en el Atlántico. O haber becado a 20 mil jóvenes universitarios durante cinco años.
Pero no. Ese dinero fue a parar a manos de particulares cuya identidad la Fiscalía aún no revela públicamente, pero que sin duda tuvieron la astucia —o la complicidad— suficiente para aprovechar el esquema que estos tres funcionarios les facilitaron.
Y mientras tanto, ¿qué pasó en el Atlántico? Las comunidades de Puerto Colombia y Barranquilla siguieron esperando infraestructura, salud, educación. Los barrios siguieron sin agua potable. Las escuelas siguieron sin techos. Los hospitales siguieron sin equipos. Porque cuando se roban 20 mil millones de pesos del Estado, lo que se roba no es solo dinero: es futuro, es dignidad, es oportunidad.
El sistema que lo permite: 15 años de impunidad institucionalizada
Aquí viene la pregunta que nadie en la Fiscalía, la Procuraduría o el Tribunal quiere responder: ¿por qué tardaron 15 años en imputar a estos funcionarios?
Los hechos ocurrieron en 2009 y 2010. Las medidas cautelares sobre los predios estaban vigentes y eran públicas. Los contratos de venta quedaron registrados. Las firmas de los funcionarios están en los documentos. No hubo que investigar en las sombras, ni infiltrar mafias, ni descifrar códigos secretos. Todo estaba ahí, a la vista de quien quisiera verlo.
Pero nadie quiso verlo. O peor: muchos lo vieron y prefirieron callarse.
Porque el sistema judicial colombiano no está diseñado para perseguir a sus propios. Está diseñado para protegerlos. El aforamiento, la lentitud procesal, el corporativismo, la falta de voluntad política: todo conspira para que casos como este tarden una década y media en llegar a una imputación que, muy probablemente, tardará otra década en llegar a condena.
Y mientras tanto, los imputados siguen con sus vidas. Judith Romero Ibarra sigue siendo magistrada en propiedad del Tribunal Administrativo del Atlántico. Sigue fallando casos, sigue cobrando su salario, sigue ejerciendo el poder que le otorgó el Estado. Porque en Colombia, la presunción de inocencia se convierte en impunidad cuando quien la disfruta es parte del sistema.
Luis Carlos Martelo Maldonado ya no es magistrado, pero tampoco está en la cárcel. Simón Miguel Ackerman Sánchez tampoco. Están libres, tranquilos, protegidos por un sistema que castiga al ladrón de gallinas pero absuelve al ladrón de miles de millones.
La conexión perdida: cuando la justicia pierde su sentido
Hay algo profundamente perverso en este caso que va más allá de los números. Es la traición al sentido mismo de la justicia. Porque estos tres funcionarios no eran políticos corruptos, ni empresarios inescrupulosos, ni funcionarios de bajo rango que cedieron a la tentación. Eran los guardianes de la ley. Eran quienes, por mandato constitucional, debían proteger el patrimonio público y garantizar que nadie —ni el más poderoso— estuviera por encima de la ley.
Y sin embargo, fueron ellos quienes quebraron esa promesa. Fueron ellos quienes convirtieron el Tribunal Administrativo en una oficina de trámites para criminales de cuello blanco. Fueron ellos quienes le dijeron al país: «La ley solo vale si nos conviene».
Y esa es la verdadera tragedia de este caso. No solo que se robaran 20 mil millones de pesos. Sino que los que se los robaron fueron los que juraron protegerlos.
Preguntas sin respuesta
Mientras la Fiscalía avanza con su investigación, quedan demasiadas preguntas en el aire:
- ¿Quiénes fueron los particulares beneficiados con estas ventas irregulares? La Fiscalía no los ha identificado públicamente. ¿Por qué?
- ¿Hubo otros funcionarios involucrados? ¿Algún notario, algún registrador, algún superior que también debió haber detectado las irregularidades?
- ¿Por qué la Procuraduría —que tenía un representante implicado— no investigó esto antes?
- ¿Por qué el Consejo Superior de la Judicatura no suspendió a Judith Romero Ibarra tras conocerse las evidencias?
- ¿Qué pasará con el dinero robado? ¿Se recuperará alguna vez?
Porque aquí hay algo que la ciudadanía debe entender: en Colombia, la corrupción judicial no es un bug del sistema. Es una feature. Es parte del diseño. Es la forma en que las élites protegen sus intereses mientras le venden al pueblo la ilusión de que «la justicia es ciega».
El patrón que se repite: de Cuba y Casablanca a toda Colombia
Este caso no es único. Es la repetición de un patrón que hemos visto una y otra vez en Colombia: funcionarios que conocen la ley y la tuercen a su favor, particulares que se enriquecen con dinero público, y ciudadanos que pagan las consecuencias.
Es el mismo patrón de los magistrados que absuelven narcotraficantes. Es el mismo patrón de los fiscales que archivan casos contra políticos poderosos. Es el mismo patrón de los procuradores que nunca encuentran responsables en las instituciones que vigilan.
Y mientras ese patrón se repita, mientras la impunidad siga siendo la norma y no la excepción, mientras los ciudadanos sigan resignados y los corruptos sigan protegidos, Colombia seguirá siendo un país donde la justicia es un privilegio de unos pocos y no un derecho de todos.
La pregunta final
¿Qué va a pasar con Judith Inmaculada Romero Ibarra, Luis Carlos Martelo Maldonado y Simón Miguel Ackerman Sánchez?
Si la historia judicial colombiana sirve de guía, lo más probable es que este caso se estanque en algún juzgado durante años, que los abogados defensores presenten decenas de recursos, que los procesos se alarguen hasta la prescripción, y que al final nadie pague.
Pero si, por algún milagro de la institucionalidad, estos tres funcionarios terminan condenados, será porque la presión ciudadana fue insoportable, porque los medios no dejaron que el caso muriera, y porque alguien, en algún despacho, decidió que ya era suficiente.
Porque la justicia en Colombia no llega sola. Hay que exigirla, perseguirla, arrancarla a pedazos del sistema que la retiene.
Y mientras tanto, los 20 mil millones de pesos siguen perdidos. Convertidos en mansiones, en cuentas offshore, en lujos que alguien disfruta mientras el pueblo se pregunta por qué sus calles no tienen asfalto y sus hospitales no tienen medicinas.
La corrupción no solo se denuncia. Se disecciona. Y se persigue hasta que ya no quede dónde esconderse.



