El arte de copiar sin vergüenza
Cada tanto, el mundo del humor gráfico vive su propio escándalo de corrupción simbólica. No se trata de contratos ni de maletines, sino de ideas recicladas. La reciente controversia sobre una caricatura ganadora del World Press Cartoon, sospechosamente similar a obras previas de otros artistas, reabrió una vieja pregunta: ¿debe ser 100% original una caricatura premiada?
Tjeerd Royaards, editor de Cartoon Movement, no acusa de plagio a nadie, pero plantea un dilema que atraviesa toda forma de creación: la línea borrosa entre coincidencia y copia. En un oficio donde los símbolos son limitados y los temas universales —Trump, libertad, guerra, censura—, muchos caricaturistas llegan a las mismas metáforas sin saberlo. Pero cuando esas coincidencias ganan premios y prestigio, el problema deja de ser técnico y se vuelve ético.

A la derecha, arriba: una caricatura previa del belga Luc Descheemaeker, publicada en 2017.
A la derecha, abajo: otra caricatura de Hicabi Demirci, premiada en el World Press Freedom Cartoon Award a principios de este año.
El plagio elegante del sistema
La caricatura política nació para incomodar al poder, no para replicar sus métodos. Y sin embargo, este episodio recuerda cómo funcionan los sistemas de corrupción estructural: se repiten, se justifican, se normalizan. Lo que en la política es “contrato amañado”, en el arte es “coincidencia conceptual”. En ambos casos, el resultado es el mismo: una estructura que premia la repetición, no la autenticidad.
Así como el político roba fondos y luego inaugura una obra a medio terminar, algunos artistas repiten ideas y las presentan como revelaciones. El sistema lo tolera porque todos lo hacen, porque hay jurados que miran para otro lado o simplemente porque nadie quiere manchar la fiesta.
La lógica es idéntica a la de la corrupción institucional que denunciaba Alejandro Nieto: la falta de control real y el exceso de indulgencia. Los jurados, al igual que los entes de vigilancia del Estado, son parte del problema cuando confunden tradición con pereza creativa.




La comodidad de las coincidencias
Royaards sugiere diversificar los jurados, incluir jóvenes, especialistas en IA y personas con capacidad de rastrear similitudes. Es un buen comienzo, pero el problema no se soluciona con filtros, sino con cultura. Una comunidad artística que no se exige originalidad termina como una sociedad que no se exige decencia.
El artista que repite una idea porque “ya funcionó” no está tan lejos del alcalde que contrata al mismo grupo de amigos porque “ya entregaron obras antes”. Ambos se escudan en la rutina y evitan la responsabilidad de innovar.
El sistema, silencioso y cómodo, premia la mediocridad, porque mientras el arte se repite, nadie cuestiona la estructura que lo sostiene.
Originalidad y civismo
La ética creativa no es un asunto menor. En una sociedad donde los políticos repiten discursos y los medios reciclan indignaciones, la caricatura debía ser un espacio libre, no otro espejo deformado. Pero incluso aquí, el civismo se volvió necesario: respeto por las ideas ajenas, conciencia del impacto de cada trazo y responsabilidad ante el público.
El civismo visual consiste en entender que cada dibujo, cada símbolo, contribuye al debate público. Así como recoger la basura que otro dejó en la calle mejora la convivencia, reconocer las fuentes y evitar plagios mejora la cultura democrática.
Una sociedad civil sana no aplaude al corrupto, pero tampoco al artista que copia con elegancia. Ambas formas de complacencia degradan el sentido del mérito y la confianza colectiva.
La revolución de la autoría
Las democracias no solo se miden por su prensa libre, sino por su imaginación libre. Si las caricaturas dejan de ser originales, es señal de que la censura no viene del poder, sino de la pereza. La creatividad es la primera línea del civismo. Defenderla es impedir que el pensamiento también caiga en el pantano de la impunidad.
Así como la sociedad civil debe vigilar al Estado, el arte debe vigilar su propia integridad. Y esa vigilancia empieza en cada creador que se niega a repetir el trazo del otro, porque sabe que copiar también es rendirse.
La pregunta, entonces, no es si una caricatura debe ser 100% original, sino si una sociedad resignada a las copias merece seguir llamándose libre.



