La Red Subterránea: El poder legislativo bajo la lupa de la ANT
En un país donde la tierra ha sido históricamente fuente de poder, riqueza y conflicto, la reciente revelación del director de la Agencia Nacional de Tierras (ANT), Juan Felipe Harman, sobre congresistas investigados por ocupación de predios baldíos, destapa una vez más las entrañas de un sistema que opera en las sombras. No estamos ante un simple caso de irregularidades administrativas; presenciamos la manifestación de un entramado de poder que ha permitido, durante décadas, que quienes crean las leyes sean precisamente quienes las evaden para beneficio propio.
La investigación, que ya había sido adelantada según revelaciones de El Espectador, no es un hecho aislado. Representa la punta del iceberg de un mecanismo invisible que ha permitido la concentración de tierras en Colombia, uno de los países con mayor desigualdad en la distribución de la propiedad rural en América Latina. Los predios baldíos, que por ley deberían destinarse a campesinos sin tierra, han terminado en manos de poderosos, incluyendo a quienes tienen la responsabilidad de legislar para evitar precisamente este tipo de apropiaciones.
El anuncio realizado durante el consejo de ministros no solo pone en evidencia a los legisladores involucrados, sino que expone las grietas de un sistema diseñado para perpetuar privilegios. La promesa de «todas las garantías procesales» para que los congresistas expliquen la procedencia de sus tierras suena a una formalidad necesaria, pero insuficiente ante la magnitud del problema estructural que representa.
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El depredador de tierras con toga

Detrás de la sonrisa calculada y el discurso pulido de Marcos Daniel Pineda se esconde un maestro de la manipulación política y la apropiación indebida. Este senador conservador, quien fuera alcalde de Montería, ha perfeccionado el arte de la doble moral: mientras en público se presenta como defensor del orden y las tradiciones, en privado teje una red de intereses que le ha permitido acumular poder y riqueza a costa del patrimonio público.
Su vinculación con la apropiación de predios baldíos en Cereté, Córdoba, no es casualidad sino la continuación de un patrón perverso que ha caracterizado su carrera política. Como parte de la élite cordobesa, Pineda ha sabido navegar entre escándalos, incluyendo menciones en el tristemente célebre «cartel de la toga», donde su nombre resonó entre los pasillos judiciales.
Lo verdaderamente perturbador de Pineda no son solo sus actos, sino su capacidad para evadir consecuencias. Con la habilidad de un camaleón político, ha sabido cambiar de colores según la conveniencia, manteniendo siempre intacta su red de influencias. Su rechazo público a críticas presidenciales mientras silenciosamente acapara tierras destinadas a campesinos sin recursos, revela la profundidad de su hipocresía.
En Cereté, donde ahora se le investiga, los locales hablan en voz baja de cómo las tierras «aparecen» a nombre de personas cercanas al senador, mientras los verdaderos campesinos siguen esperando la reforma agraria prometida por décadas. Pineda representa la perpetuación de un sistema feudal en pleno siglo XXI, donde el poder político se traduce en acumulación territorial, continuando el ciclo de desigualdad que ha desangrado al campo colombiano.
La maestra del engaño institucional

Con una sonrisa calculada y un discurso aparentemente progresista, Liliana Esther Vitar ha construido una carrera política sobre la arena movediza de la corrupción. La senadora, ahora investigada por la ANT por un predio con presunción de baldío en Ciénaga de Oro, Córdoba, no es ajena a los escándalos de corrupción que manchan su trayectoria.
Su nombre ya resonaba en los pasillos judiciales mucho antes del caso de baldíos. La Corte Suprema de Justicia la llamó a indagatoria por su presunta participación en el monumental escándalo de corrupción de la UNGRD, donde miles de millones de pesos destinados a la gestión de desastres terminaron en bolsillos privados mientras comunidades vulnerables seguían expuestas a riesgos naturales.
Lo que hace particularmente perversa la conducta de Vitar es su capacidad para presentarse como defensora de causas sociales mientras simultáneamente socava los recursos destinados a las poblaciones más vulnerables. Su renuncia estratégica a la Comisión de Crédito Público una vez estalló el escándalo de la UNGRD revela su modus operandi: acercarse al poder, extraer beneficios y desaparecer cuando las investigaciones se aproximan.
En Ciénaga de Oro, donde ahora se le investiga por apropiación de baldíos, los campesinos hablan de tierras que misteriosamente cambiaron de manos, de promesas de titulación que nunca llegaron y de un sistema que parece diseñado para beneficiar a quienes, como Vitar, conocen los entresijos legales para apropiarse de lo que por ley debería destinarse a quienes realmente trabajan la tierra.
El heredero de la impunidad dinástica

Descendiente del poderoso clan Turbay de Bolívar, Lidio García no solo heredó el apellido sino también las prácticas cuestionables que han caracterizado a esta dinastía política. Su vinculación con la apropiación de un predio en San Juan de Nepomuceno, Bolívar, es apenas la punta del iceberg de una carrera construida sobre cimientos de corrupción y abuso de poder.
García, quien llegó a presidir el Senado en 2019, resucitando así el poder del clan Turbay tras el escándalo del Proceso 8000 que llevó a la cárcel a José Félix Turbay por narcopolítica, ha demostrado una habilidad inquietante para perpetuar prácticas corruptas adaptándolas a los nuevos tiempos.
Los «sospechosos audios» que lo vincularon con la Registradora en un caso de presunta corrupción electoral revelan su desprecio por la democracia y su visión patrimonialista del Estado. García fue grabado hablando de puestos con detenida funcionaria, evidenciando cómo las instituciones públicas son vistas como botín personal por quienes, como él, consideran la política un negocio familiar.
Su renuncia estratégica a la comisión que definiría el listado para elegir al Contralor Nacional, mientras era investigado por un escándalo en la Contraloría de Cartagena, muestra su patrón de evasión de responsabilidades cuando el escrutinio público se acerca demasiado. García representa la perpetuación de una clase política que ve en los recursos públicos —incluida la tierra— una extensión de su patrimonio personal.
En San Juan de Nepomuceno, donde ahora se le investiga, los habitantes recuerdan cómo las mejores tierras han terminado sistemáticamente en manos de políticos y sus testaferros, mientras los verdaderos campesinos son relegados a las zonas menos productivas o expulsados hacia las periferias urbanas.
El condenado que sigue legislando

La desfachatez de Carlos Cuenca Chaux alcanza niveles casi mitológicos en la política colombiana. Este representante de Cambio Radical, expresidente de la Cámara de Representantes y condenado por la Corte Suprema a siete años de prisión por corrupción electoral, no solo sigue ocupando su curul sino que ahora enfrenta investigaciones por apropiación indebida de baldíos en Puerto Carreño, Vichada.
Su condena por ofrecer bultos de cemento y tarjetas de zinc a cambio de votos revela la crudeza de sus métodos y su desprecio por la democracia. Lo verdaderamente perturbador es que, a pesar de esta condena, Cuenca ha logrado mantenerse en el poder, evidenciando las profundas fallas de un sistema que permite a criminales convictos seguir legislando.
La investigación por baldíos en Vichada muestra que su ambición no conoce límites: no contento con comprar votos, ahora se le acusa de apropiarse de tierras que deberían destinarse a campesinos sin recursos. Este patrón de conducta revela una personalidad que ve en lo público una oportunidad para el enriquecimiento personal, sin importar las consecuencias para las comunidades afectadas.
En Puerto Carreño, donde se completó la fase administrativa de la investigación, los habitantes hablan de un «patrón» que llegó a imponer su ley, aprovechando la lejanía y el abandono estatal para acumular tierras y poder. Cuenca representa la impunidad hecha carne, un recordatorio viviente de cómo el sistema político colombiano premia la corrupción en lugar de castigarla.
La heredera del despojo familiar

Aunque su nombre no resuena con la misma fuerza que otros en el escándalo de baldíos, Ana Paola García representa un fenómeno igualmente perverso: la herencia del despojo como tradición familiar. La representante está siendo investigada por posibles vínculos familiares asociados al acaparamiento de tierras en Córdoba, evidenciando cómo las prácticas de apropiación indebida se transmiten de generación en generación en ciertas familias políticas colombianas.
García, quien ha mantenido un perfil relativamente bajo en comparación con otros implicados, ejemplifica cómo el poder político se utiliza no solo para beneficio personal sino familiar, creando dinastías que se perpetúan a través del control territorial y económico. Su caso revela la naturaleza sistémica del problema: no se trata de manzanas podridas sino de huertos enteros cultivados para el beneficio de unos pocos.
En Córdoba, donde se concentra la investigación, los campesinos hablan de tierras que han pasado de padres a hijos, no entre familias trabajadoras sino entre clanes políticos que han convertido el departamento en su feudo personal. García representa la continuidad de un sistema que normaliza el despojo y lo disfraza de legalidad, aprovechando las grietas institucionales para perpetuar privilegios.
El legislador de doble moral
La hipocresía de Javid Méndez alcanza niveles extraordinarios incluso para los estándares de la política colombiana. Este senador, investigado por la ANT por predios en Vichada y Valle del Cauca, representa la quintaesencia de la doble moral: votó negativamente en debates sobre políticas de tierras mientras simultáneamente era investigado por acaparamiento de baldíos.
Esta contradicción flagrante revela la profundidad de su cinismo: legislar contra los intereses públicos mientras personalmente se beneficia de las debilidades del sistema que él mismo ayuda a perpetuar. Méndez ha perfeccionado el arte de la simulación política, presentándose como defensor del orden legal mientras sistemáticamente lo subvierte para su beneficio.
En Vichada y Valle del Cauca, donde se le investiga, las comunidades locales hablan de un político ausente que solo aparece para consolidar propiedades y expandir su imperio territorial. Su caso ilustra cómo el poder legislativo se ha convertido, para muchos, en una plataforma para proteger intereses privados en detrimento del bien común.
El heredero de la Yidispolítica

La sombra de la infamia familiar persigue a Luis Eduardo Díaz Mateus, representante investigado por un predio en Cerrito, Santander, y hermano de Iván Díaz Mateus, condenado en el escándalo de la «Yidispolítica» cuando miembros del gobierno entregaron dádivas a cambio de votos para aprobar la reelección presidencial.
Esta conexión familiar con uno de los episodios más oscuros de la historia política reciente de Colombia no es casualidad sino continuidad. Luis Eduardo ha seguido los pasos de su hermano, perpetuando prácticas que ven en la política no un servicio público sino una oportunidad de enriquecimiento y acumulación de poder.
Su investigación por apropiación de baldíos en Santander muestra que la manzana no cae lejos del árbol: las mismas prácticas corruptas que llevaron a su hermano a la condena parecen haberse transmitido, adaptadas a nuevos contextos pero igualmente perniciosas. Díaz Mateus representa la perpetuación de dinastías políticas que han convertido la corrupción en tradición familiar.
En Cerrito, donde se le investiga, los habitantes hablan de un apellido que abre puertas y cierra oportunidades, dependiendo de qué lado de la cerca del poder se encuentre uno. Su caso ilustra cómo ciertos apellidos se han convertido en sinónimo de impunidad y privilegio en la política colombiana.
La aristocracia terrateniente

Aunque no se menciona directamente a la senadora Paloma Valencia en las investigaciones, la inclusión de sus familiares en la revisión de propiedades en Vichada y Tolima por parte de la ANT revela la persistencia de estructuras aristocráticas en la Colombia del siglo XXI.
Valencia, descendiente de expresidentes y parte de la élite tradicional colombiana, representa la continuidad de un sistema que ha concentrado tierra y poder en pocas manos durante generaciones. Que sus familiares estén bajo investigación por propiedades en Vichada y Tolima evidencia cómo las élites tradicionales han sabido adaptarse y aprovechar incluso las tierras baldías, originalmente destinadas a campesinos sin recursos, para expandir su influencia territorial.
Este caso ilustra la naturaleza sistémica del problema: no se trata solo de individuos corruptos sino de estructuras de poder que se perpetúan a través de generaciones, adaptándose a nuevos contextos pero manteniendo intacta su capacidad de acumulación y exclusión. Los familiares de Valencia representan la persistencia de un orden semifeudal en pleno siglo XXI, donde el apellido sigue determinando el acceso a recursos y oportunidades.
En Vichada y Tolima, donde se concentran las investigaciones, las comunidades locales hablan de «los dueños de todo», refiriéndose a familias tradicionales que han expandido sus dominios aprovechando conexiones políticas y vacíos legales, mientras los verdaderos trabajadores de la tierra siguen esperando la promesa incumplida de la reforma agraria.
El arquitecto de la impunidad conservadora

Detrás de la fachada de respetabilidad que intenta proyectar Wadith Manzur se esconde uno de los operadores políticos más siniestros del Congreso colombiano. Este representante del Partido Conservador, investigado por la ANT por ocupación de predios baldíos, es la perfecta encarnación de una clase política que ha convertido la corrupción en su modus operandi y el patrimonio público en su botín personal.
Manzur no es un caso aislado sino la continuación de una dinastía familiar que ha controlado con mano de hierro la política cordobesa durante décadas. Su padre, Julio Manzur, también ha enfrentado acusaciones de corrupción, evidenciando cómo el despojo y la apropiación indebida se transmiten como herencia familiar en ciertas castas políticas colombianas.
Lo verdaderamente perverso de Wadith Manzur es su capacidad para instrumentalizar las instituciones que debería proteger. Como presidente de la Comisión de Acusaciones de la Cámara, utilizó su posición no para investigar sino para blindar, no para esclarecer sino para encubrir. Su estrategia de dilatar investigaciones contra altos funcionarios le valió incluso una investigación por parte de la Comisión de Disciplina Judicial, revelando su concepción patrimonialista de las instituciones públicas.
El escándalo de corrupción de la UNGRD, donde fue señalado directamente por Olmedo López como uno de los beneficiarios del entramado de corrupción en la compra de carrotanques por 40.000 millones de pesos, muestra su verdadera naturaleza. Ante la Corte Suprema, Manzur optó por el silencio, esa vieja estrategia de quienes saben que sus palabras solo pueden incriminarlos más.
Su investigación por ocupación de predios baldíos es apenas la punta del iceberg de una carrera construida sobre la apropiación de lo público. En Córdoba, donde su familia ha ejercido un control casi feudal durante generaciones, los campesinos hablan en voz baja de cómo las mejores tierras terminan misteriosamente en manos de los Manzur y sus aliados, mientras ellos son relegados a las zonas menos productivas o expulsados hacia las periferias urbanas.
La caída en desgracia de los Manzur, esa «poderosa familia conservadora que mandó 40 años en Córdoba», como los describe la prensa, no es producto del azar sino la consecuencia inevitable de un sistema de corrupción que finalmente comienza a resquebrajarse. Wadith, sin embargo, sigue aferrado al poder, utilizando todas las herramientas a su disposición para evadir la justicia y proteger el imperio familiar construido sobre el despojo y la corrupción.
El heredero de la sangre paramilitar

Pocas figuras en el Congreso colombiano encarnan de manera tan perturbadora la perversión del sistema político como Jorge Rodrigo Tovar Vélez. Este representante por las curules de paz no es solo un político más: es el hijo de Rodrigo Tovar Pupo, alias ‘Jorge 40’, uno de los más sanguinarios jefes paramilitares que comandó el Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia, responsable de innumerables masacres, desplazamientos forzados y desapariciones.
La obscena ironía de que el hijo de un victimario ocupe una curul destinada a representar a las víctimas del conflicto armado revela las profundas contradicciones de un sistema político que permite que los herederos de la violencia se reciclen como supuestos constructores de paz. Tovar Vélez, lejos de distanciarse del legado paterno, ha utilizado hábilmente los privilegios derivados de ese apellido para catapultar su carrera política.
Su elección como representante por la circunscripción de paz del Cesar y La Guajira, con 11.510 votos, no es un triunfo de la democracia sino una burla a las verdaderas víctimas del conflicto. Más perturbador aún resulta su designación como primer vicepresidente de la Cámara de Representantes, evidenciando cómo el sistema político colombiano no solo tolera sino que premia a quienes representan la continuidad de estructuras de poder construidas sobre la sangre y el despojo.
La investigación por ocupación de predios baldíos que ahora enfrenta no sorprende a quienes conocen la historia del paramilitarismo en Colombia, donde el despojo de tierras fue una estrategia sistemática para consolidar poder territorial y económico. Tovar Vélez parece seguir el manual familiar: apropiarse de lo que no le pertenece, ahora bajo el manto de la legalidad que le confiere su investidura como congresista.
La presencia de Tovar Vélez en sesiones conmemorativas del Día de las Víctimas ha generado justificada polémica, evidenciando la profunda insensibilidad de quien parece no comprender —o peor aún, no importarle— el dolor causado por su padre a miles de familias colombianas. Su defensa de que no debe pagar por los crímenes paternos sería más creíble si no estuviera aprovechando precisamente el capital político derivado de ese apellido.
En las regiones donde se le investiga por apropiación de baldíos, los habitantes recuerdan cómo las tierras cambiaron de manos durante la época de dominio paramilitar, y cómo ahora, bajo nuevos ropajes, los mismos patrones de despojo parecen repetirse. Tovar Vélez representa la perpetuación de un sistema donde la violencia se transforma pero no desaparece, adaptándose a los nuevos tiempos pero manteniendo intacta su capacidad de apropiación y exclusión.
El maestro del lavado político

Pocos congresistas encarnan tan perfectamente la degradación moral de la política colombiana como Wilmer Guerrero. Este representante liberal, investigado por la ANT por ocupación de predios baldíos, ha convertido su carrera política en un manual de supervivencia en medio de escándalos, investigaciones y acusaciones que habrían hundido a cualquier figura pública con un mínimo de decoro.
Su capacidad para evadir consecuencias legales quedó evidenciada cuando la Corte Suprema se inhibió de investigarlo por un escandaloso caso de lavado de activos, pese a haber sido detenido en plena campaña electoral con 200 millones de pesos en efectivo cuya procedencia nunca logró explicar satisfactoriamente. Este episodio, lejos de terminar con su carrera, parece haberla fortalecido, revelando la perversa lógica de un sistema político donde la impunidad se premia y la corrupción se normaliza.
Guerrero no es un caso aislado sino un síntoma de la enfermedad que corroe las instituciones colombianas. Su nombre aparece vinculado a múltiples escándalos de corrupción, desde cuotas políticas en el Fondo Nacional del Ahorro hasta el más reciente entramado de corrupción en el INVÍAS, donde figura entre los 28 congresistas que la Fiscalía solicitó investigar por presuntas irregularidades que, según algunos analistas, podrían superar en magnitud al escándalo de la UNGRD.
Lo verdaderamente perturbador de Guerrero es su capacidad para reinventarse y mantenerse a flote en medio de la tormenta. Cada nuevo escándalo, en lugar de hundirlo, parece otorgarle una nueva vida política, como si la acumulación de sospechas y acusaciones lo blindara en vez de debilitarlo. Esta resiliencia perversa revela tanto sus habilidades para navegar en las aguas turbias de la política colombiana como la complicidad de un sistema que protege a los suyos.
Su investigación por ocupación de predios baldíos se suma a un extenso historial que lo perfila como un político que ha hecho de la apropiación indebida —de fondos públicos, de influencias y ahora de tierras— su especialidad. En las regiones donde se le investiga, los habitantes hablan de un político ausente que solo aparece en épocas electorales, prometiendo lo que nunca cumplirá y apropiándose de lo que nunca le ha pertenecido.
Guerrero representa la normalización de la corrupción, la aceptación tácita de que la política es un negocio donde todo se vale y donde la única regla es no dejarse atrapar. Su permanencia en el Congreso, a pesar de los múltiples escándalos que lo rodean, es un insulto a la democracia y una bofetada a los ciudadanos que aún creen en la posibilidad de una política al servicio del bien común.
El heredero de la concusión familiar

La perversidad política tiene apellidos en Colombia, y Villamizar es uno de ellos. Óscar Villamizar, representante del Centro Democrático investigado por la ANT por ocupación de predios baldíos, no es solo un político cuestionado: es el heredero de un legado familiar manchado por la corrupción y el abuso de poder.
Hijo del exsenador Luis Alberto Villamizar, condenado por la Corte Suprema de Justicia a 117 meses de prisión por el delito de concusión, Óscar parece haber aprendido bien las lecciones paternas sobre cómo instrumentalizar el poder político para beneficio personal. La manzana, como reza el dicho, no ha caído lejos del árbol.
Lo verdaderamente perturbador de Villamizar no son solo sus antecedentes familiares, sino su capacidad para reproducir patrones de conducta que normalizan la apropiación indebida y el abuso de poder. Su investigación por ocupación de predios baldíos se suma a señalamientos previos, como los presuntos vínculos con una empresa fachada que lavaría activos del Clan del Golfo, según informes periodísticos que han circulado en medios nacionales.
Como representante por Santander, Villamizar ha sabido capitalizar el apellido familiar para construir una carrera política que, lejos de romper con ese pasado oscuro, parece perpetuarlo bajo nuevas formas. Su comportamiento en el Congreso, marcado por polémicas y enfrentamientos, revela un temperamento autoritario propio de quien se considera por encima de las normas que debería defender.
Particularmente revelador resulta el episodio donde, según reportes periodísticos, «se está haciendo el loco para incumplir una decisión judicial», mostrando un desprecio por la institucionalidad que resulta alarmante en quien tiene la responsabilidad de crear leyes. Este patrón de conducta, donde las normas son para los demás pero no para él, es consistente con su investigación por apropiación de baldíos: la tierra, como la ley, parece ser en su visión algo que puede tomarse según conveniencia.
En Santander, donde ejerce su influencia política, los habitantes hablan de un congresista más preocupado por expandir su capital político y económico que por representar los intereses de sus electores. Su investigación por baldíos no sorprende a quienes conocen la historia de apropiación territorial que ha caracterizado a ciertas élites políticas regionales, que ven en la tierra no un recurso productivo sino un instrumento de poder y control social.
Villamizar encarna la perpetuación de dinastías políticas que han convertido el servicio público en un negocio familiar, donde los privilegios y las prácticas cuestionables se transmiten de generación en generación, adaptándose a los nuevos tiempos pero manteniendo intacta su esencia depredadora.
El ciclo secreto de la apropiación de baldíos en Colombia
Para comprender la verdadera dimensión de este caso, debemos adentrarnos en el ciclo secreto que ha permitido la apropiación indebida de tierras públicas en Colombia. Un sistema que opera bajo una lógica invisible para el ciudadano común, pero perfectamente comprensible para quienes manejan los hilos del poder.
La historia de la apropiación de baldíos en Colombia es la historia de la concentración de la tierra. Desde la época colonial, pasando por las reformas agrarias fallidas del siglo XX, hasta las más recientes leyes que pretendían limitar la acumulación de baldíos, el resultado ha sido el mismo: la tierra termina en manos de quienes tienen el poder político y económico para apropiársela.
El mecanismo es sofisticado pero efectivo: primero, se ocupan tierras en zonas remotas, aprovechando la débil presencia estatal; luego, se legalizan mediante diversos artificios jurídicos, desde la falsificación de títulos hasta la creación de empresas fachada; finalmente, se consolida la propiedad mediante influencias políticas que garantizan la impunidad. Todo esto mientras se legisla, paradójicamente, para evitar estas mismas prácticas.
Lo que hace particularmente grave este caso es que los presuntos responsables son precisamente quienes tienen la función constitucional de crear las leyes que regulan la distribución de la tierra. La pregunta inevitable surge: ¿cómo pueden ser imparciales en la creación de normas sobre distribución de tierras quienes se benefician directamente de sus vacíos?
El impacto oculto en las comunidades rurales
Detrás de cada hectárea de baldío apropiada indebidamente hay una familia campesina que pierde la oportunidad de acceder a la tierra. El impacto de estas apropiaciones va mucho más allá de lo legal o lo político; tiene consecuencias directas en la vida de miles de colombianos que ven frustradas sus posibilidades de desarrollo y bienestar.
La concentración de la tierra no solo perpetúa la pobreza rural, sino que alimenta el conflicto armado, el desplazamiento forzado y la degradación ambiental. Cuando los baldíos, que deberían ser un instrumento de redistribución y justicia social, terminan en manos de poderosos, se refuerza un ciclo de desigualdad que ha marcado la historia colombiana.
Las comunidades rurales, especialmente aquellas en zonas de frontera agrícola donde se concentran los baldíos, son las principales afectadas por estas prácticas. Sin acceso a la tierra, los campesinos se ven obligados a trabajar en condiciones precarias, migrar a las ciudades o, en el peor de los casos, vincularse a economías ilegales como única alternativa de supervivencia.
La radiografía profunda de un sistema diseñado para fallar
Para entender cómo hemos llegado a este punto, es necesario realizar una radiografía profunda del sistema de administración de tierras en Colombia. Un sistema que, lejos de ser disfuncional por accidente, parece diseñado para favorecer la concentración y la apropiación indebida.
La debilidad institucional no es casual. La falta de un catastro actualizado, la superposición de competencias entre entidades, la corrupción en los procesos de adjudicación y la ausencia de mecanismos efectivos de control son elementos que han facilitado la apropiación de baldíos. A esto se suma la influencia política que han ejercido históricamente los grandes propietarios en la configuración de las políticas agrarias.
Las leyes que supuestamente limitan la acumulación de baldíos, como la Ley 160 de 1994, han sido sistemáticamente burladas mediante diversos artificios jurídicos. La creación de múltiples empresas para adquirir predios contiguos, la utilización de testaferros, la falsificación de documentos y la manipulación de procesos administrativos son prácticas comunes que han permitido la concentración de tierras públicas en pocas manos.
Lo más preocupante es que estas prácticas no son nuevas. Han sido denunciadas durante décadas por organizaciones campesinas, académicos y defensores de derechos humanos, sin que se hayan tomado medidas efectivas para detenerlas. La impunidad ha sido la regla, no la excepción.
La puerta transparente: hacia una verdadera reforma agraria
Ante este panorama, la investigación de la ANT representa una oportunidad para abrir una puerta transparente hacia una verdadera reforma agraria en Colombia. No se trata solo de sancionar a los congresistas involucrados, sino de desmontar el sistema que ha permitido estas apropiaciones y construir uno nuevo basado en la equidad y la justicia social.
Para lograrlo, es necesario fortalecer la institucionalidad agraria, actualizar el catastro rural, implementar mecanismos efectivos de control y, sobre todo, garantizar la participación de las comunidades rurales en la toma de decisiones sobre la tierra. Solo así se podrá romper el ciclo de concentración y exclusión que ha caracterizado la historia agraria colombiana.
La verdadera reforma agraria no consiste solo en redistribuir tierras, sino en transformar las relaciones de poder que han permitido su concentración. Implica reconocer que la tierra no es solo un factor de producción, sino un elemento fundamental para la construcción de paz, democracia y desarrollo sostenible.
La verdad oculta: más allá de los nombres
Aunque el anuncio de la ANT ha generado expectativa sobre los nombres de los congresistas investigados, lo verdaderamente importante no son las identidades individuales, sino el sistema que han representado y del que se han beneficiado. La verdad oculta detrás de este caso va mucho más allá de quiénes son los investigados; lo fundamental es comprender cómo opera el mecanismo que les ha permitido apropiarse de tierras públicas.
Este caso debe servir para cuestionar no solo a los individuos involucrados, sino a un modelo de desarrollo rural que ha favorecido la concentración de la tierra y la exclusión de los campesinos. Un modelo que ha sido defendido y promovido desde el Congreso de la República, precisamente por quienes ahora están bajo investigación.
La sociedad colombiana tiene derecho a conocer no solo los nombres de los congresistas investigados, sino los mecanismos que utilizaron para apropiarse de los baldíos, las redes de complicidad que los apoyaron y los impactos que estas apropiaciones han tenido en las comunidades rurales. Solo así se podrá avanzar hacia una verdadera transformación del campo colombiano.
Conclusión: la conexión perdida entre el poder y la ciudadanía
El caso de los congresistas investigados por ocupación de predios baldíos evidencia la conexión perdida entre el poder político y la ciudadanía en Colombia. Una desconexión que ha permitido que quienes deberían representar los intereses colectivos utilicen su posición para beneficio propio, a costa del bienestar de las comunidades rurales.
Recuperar esta conexión implica no solo sancionar a los responsables, sino transformar el sistema que ha permitido estas prácticas. Implica construir una nueva relación entre el Estado y la ciudadanía, basada en la transparencia, la participación y el compromiso con el bien común.
La investigación de la ANT representa un paso importante, pero insuficiente. El verdadero cambio vendrá cuando la sociedad colombiana comprenda que la concentración de la tierra no es un problema técnico o legal, sino político; cuando entienda que detrás de cada hectárea apropiada indebidamente hay una historia de exclusión y despojo que afecta a toda la sociedad.
Solo entonces podremos avanzar hacia un modelo de desarrollo rural inclusivo y sostenible, donde la tierra cumpla su función social y ambiental, y donde el poder político esté al servicio de la ciudadanía, no de intereses particulares. La verdad no solo se lee, se siente. Y es hora de sentir la verdad sobre la tierra en Colombia.



