El legado de la ignominia

La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) emitió una sentencia histórica: 12 militares condenados por participar en el asesinato de más de 120 civiles, presentados como guerrilleros muertos en combate. En cualquier país con memoria digna, esto sería un punto de inflexión. En Colombia, en cambio, es apenas un recordatorio de que la maquinaria sigue aceitada.

Los “falsos positivos” no fueron obra de manzanas podridas, sino de un sistema de incentivos corrupto: ascensos, condecoraciones, licencias, viáticos, almuerzos con generales. Todo un catálogo de “beneficios” comprados con la sangre de campesinos pobres. El problema no fue un episodio aislado, sino un modelo de impunidad incrustado en las instituciones, blindado por un aparato político-militar que todavía hoy niega, minimiza o justifica.

El ejército de la estadística: matar para ascender

El mecanismo era sencillo y aterrador: los comandantes exigían resultados, los resultados se traducían en “cuerpos”, y los cuerpos eran reclutados en barrios pobres para ser asesinados. El uniforme y un fusil de segunda bastaban para maquillar la escena.

No fue solo corrupción militar: fue corrupción moral, un crimen de Estado sostenido por la lógica de la extrema derecha. Esa que todavía se atreve a hablar de “errores individuales” mientras sigue elevando al altar a expresidentes y generales que impulsaron la macabra doctrina de “contar muertos como victoria”.

La política en Colombia no es servicio ni bien común, es control y manipulación. Aquí quedó demostrado: las órdenes invisibles no se daban en debates televisados, sino en pasillos oscuros, con la complicidad de quienes sabían que el poder real se mide en litros de sangre derramada.

El aplauso cómplice de la ultraderecha

Resulta grotesco, pero predecible, que los partidos de extrema derecha hayan defendido a capa y espada este sistema. El corrupto no gana porque sea más inteligente: gana porque la sociedad se acostumbró a perder. Porque mientras un soldado asesinaba a un campesino para maquillar cifras, había un senador justificando la “mano dura” y un periodista a sueldo repitiendo que Colombia estaba “ganando la guerra”.

Aquí se revela la sociedad corrupta: una ciudadanía que, en lugar de exigir dignidad, aplaudió las medallas y justificó las bajas, como si las vidas de los pobres fueran simples estadísticas. Una sociedad que eligió sus cadenas y celebró a quienes las fabricaban.

El impacto real: comunidades condenadas al silencio

Cada falso positivo no es solo un homicidio, es la demolición de la confianza entre ciudadanos y Estado. Son madres que llevan 20 años caminando con fotos colgadas al pecho, buscando justicia entre tribunales que se hacen los sordos. Es una generación entera que entendió que el uniforme que debía protegerlos podía convertirse en verdugo.

El costo de oportunidad es incalculable: ¿cuántos recursos se desviaron para financiar esta maquinaria de muerte en lugar de invertirlos en salud, educación o desarrollo rural? La impunidad de los gobernantes y la pasividad ciudadana solo refuerzan el círculo vicioso: más privilegios para los verdugos, más silencio para las víctimas.

El sistema que lo permitió (y lo permite aún)

El Estado colombiano no solo toleró los falsos positivos: los premió. La justicia ordinaria se mostró incompetente, los organismos de control brillaron por su ausencia, y la clase política miró hacia otro lado. El resultado: un sistema blindado de impunidad, donde la corrupción se viste de estrategia militar y el asesinato se justifica como “defensa de la patria”.

Y aquí viene lo peor: este mecanismo sigue vivo. Hoy se traduce en contratos militares inflados, en espionajes ilegales a opositores, en el silencio cómplice de los entes de control. La lógica de premiar la barbarie y castigar la verdad no ha muerto; solo ha cambiado de uniforme.

Reflexión final: civismo y sociedad civil como antídoto

Ante esta herida abierta, no basta con esperar que el Estado se regenere solo. Cada pequeño acto ciudadano contra la indiferencia es un voto por el país que queremos. El verdadero soberano de una democracia no es el político ni el general, sino los ciudadanos libres que pactan reglas para limitar la arbitrariedad.

La sentencia de la JEP no es el fin de la impunidad: es apenas un espejo. La pregunta es si vamos a seguir contemplando el reflejo con resignación, o si tendremos la decencia y el coraje de organizarnos como sociedad civil para romper el ciclo y derrotar campañas presidenciales que fomenten el odio y el empoderamiento militar. Porque el civismo no es cortesía ingenua: es la revolución silenciosa que obliga a los corruptos a rendir cuentas.


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