
Cecilia Orozco Tascón
Columnista de El Espectador
Corría 1984. El hoy presidente Trump era, entonces, un apuesto millonario de 38 años que empleaba su tiempo de trabajo en aumentar la fortuna de su familia, basada en la construcción de edificios, hoteles, casinos y campos de golf.
Entre tanto, un país de la periferia latinoamericana llamado Colombia pasaba momentos angustiosos: en abril de ese mismo año, el gran capo del narcotráfico, Pablo Escobar, envió a dos de sus sicarios a matar al ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, quien combatía, casi solitario, al propio Escobar y sus bandas de la droga.
Con su asesinato, el jefe del cartel de Medellín cobraba venganza por el desmantelamiento de Tranquilandia –un asombroso complejo de procesamiento de cocaína con 19 laboratorios y ocho pistas de aterrizaje–, que fue derruido por orden del ministro Lara, con apoyo de la Policía.
El magnicidio ocurrió un mes después de su destrucción. Los asesinos cazaron el vehículo en que se desplazaba el ministro por una avenida de Bogotá y le dispararon. La respuesta del gobierno nacional, presidido por Belisario Betancur, consistió en activar la extradición a Estados Unidos de los narcos más poderosos. Escobar y sus secuaces desataron, por temor a la deportación, una enorme oleada terrorista.
Fue una guerra abierta contra el Estado colombiano, la cual, pese a la resistencia patriótica de sus funcionarios y ciudadanos, destruyó a centenares de familias impotentes. Así transcurrió parte de la década de los 80 y los primeros años de los 90 mientras en Manhattan, New York, todo era dicha, celebración y prosperidad.

Después del sacrificio del ministro Lara, fueron asesinados por el narcoterrorismo los héroes civiles o uniformados que osaron enfrentarse a los carteles corruptores: el director de El Espectador, Guillermo Cano; Luis Carlos Galán, seguro próximo presidente de Colombia; el procurador general Carlos Mauro Hoyos, el gobernador de Antioquia, Antonio Roldán; el dirigente de izquierda, Jaime Pardo Leal; el magistrado Carlos Ernesto Valencia; el abogado y periodista de El Espectador Héctor Giraldo; los coroneles antinarcóticos de la Policía, Jaime Ramírez Gómez y Valdemar Franklin Quintero; los periodistas Diana Turbay y Jorge Enrique Pulido, gente de a pie, centenares de jueces, agentes de policía que cayeron en actos selectivos o durante las explosiones provocadas por 600 atentados con bombas o carrosbomba ubicados en centros comerciales, supermercados, sedes de periódicos, edificios atiborrados de gente.
Se recuerda, con estremecimiento, el estallido, en el aire, de un avión comercial con 107 pasajeros. Según cálculos conservadores, seis mil personas fueron víctimas mortales de los narcos en las diferentes ciudades de Colombia. En esa misma época, el joven empresario Trump ampliaba su imperio, se divertía en suntuosas fiestas y ampliaba su área de interés económico al campo de los negocios del espectáculo a los cuales ingresó como accionista de concursos de belleza y como exitoso presentador de reality shows en cadenas de televisión.
Una vez dados de baja Escobar y secuaces, Colombia pudo reencauzar su rumbo, si bien muchas heridas y cicatrices quedaron indelebles en su piel hasta el día de hoy. Los habitantes conscientes de esta nación todavía llevamos en la memoria la muerte masiva de aquellos tiempos.
Por eso, nos ofende cuando reducen nuestros territorios, en donde reposan las cenizas de los sacrificados, a “grandes campos de la droga”. También hay que recordar que, a inicios de los 90, los guerrilleros del M-19, entre ellos, el actual presidente de la República, pactaron la paz con el Estado y que algunos de ellos ingresaron al Congreso.
Gustavo Petro fue primero representante a la Cámara y después senador. Su paso por el Capitolio se destacó por sus investigaciones y denuncias contra el narcoparamilitarismo, hechas en debates grabados que reposan en los archivos oficiales. Los grupos narcoparamilitares fueron los sucesores de Escobar y compañía criminal: evolucionaron de bandas desordenadas a organizaciones militares, sin abandonar el negocio de la producción, distribución y venta de las drogas.
Fue cuando llegaron a ser aliadas de unos personajes que representaban el Estado colombiano porque compartían su extremismo de derecha. Varios de estos continúan detentando poder y control en esta nación y, por tanto, son escuchados en las oficinas de Washington. Paradójicamente, el presidente Trump califica al excongresista Petro, denunciante público de narcos y paras, de “líder del narcotráfico” mientras recibe informaciones y les cree a unos notables criollos que se beneficiaron de los “narcoparacos”.
Un exvicepresidente de la República denunciado, a lo largo de los años, por sus presuntos nexos con jefes de esas organizaciones nutridas con el narcotráfico y recordado porque les habría pedido fundar un bloque armado ilegal en Bogotá para controlar la capital, escribió, suplicante: “presidente Trump, necesitamos su ayuda. Salve la democracia de Colombia”. Es comprensible que el mandatario norteamericano no conozca nuestra historia. Pero es imposible que nosotros no la recordemos tal como fue.

Entre paréntesis.- Si bien a Trump se le fueron las luces cuando calificó a Petro de “líder del narcotráfico”, también hay que resaltar que el presidente colombiano no se distingue por sus relaciones diplomáticas ni por sus respuestas moderadas. Una situación de crisis como la actual exige tino, conocimiento e inteligencia emocional, ante todo, cuando se repara en que miles de empleos comunes y corrientes dependen de las exportaciones a Norteamérica.



