Mientras 55% de los cesarenses viven en inseguridad alimentaria, el exgobernador y su círculo se embolsillaron $3.000 millones del PAE. La Corte ratificó su condena y lo mandó directo a la cárcel, sin beneficios
Hay algo particularmente obsceno en robarle el desayuno a un niño. Pero cuando ese robo se hace desde una gobernación, con el respaldo de funcionarios públicos, usando la burocracia como escudo y la impunidad como estrategia, la obscenidad se convierte en monstruosidad sistémica. Luis Alberto Monsalvo Gnecco, heredero del clan más corrupto del Cesar, acaba de aprender que incluso en Colombia —donde la justicia suele moverse con la velocidad de un glaciar— hay límites que no se pueden cruzar sin consecuencias.

La Corte Suprema de Justicia no solo ratificó su condena a 21 años y 8 meses de prisión por peculado y contrato sin cumplimiento de requisitos legales. Le cerró todas las salidas: nada de prisión domiciliaria, nada de ejecución condicional. Directo a la cárcel. Y aunque su costoso abogado —nada menos que el expresidente de la Corte Suprema José Luis Barceló— argumentó que su cliente había sido «ejemplar» en su detención domiciliaria, la Sala Especial de Primera Instancia fue clara: cuando te robas el almuerzo de miles de niños, no hay comportamiento que te exonere.
El mecanismo: cómo convertir el hambre infantil en negocio familiar
Agosto de 2015. Luis Alberto Monsalvo Gnecco firma un contrato por $17.145 millones con el Consorcio Alimentación Escolar a Salvo 2015 para prestar servicio de alimentación a niños, niñas y adolescentes de zonas rurales y urbanas del Cesar. En papel, todo luce impecable. En la práctica, fue una obra maestra de la corrupción burocrática.
¿Cómo lo hicieron? Con una metodología probada en décadas de saqueo familiar: violaron sistemáticamente los principios de planeación, responsabilidad y legalidad durante todas las fases del contrato. Estudios previos que no estudiaban nada. Pliegos de condiciones que no condicionaban nada. Supervisión que no supervisaba nada. El resultado: un sobrecosto de $3.000 millones que, curiosamente, terminó en los bolsillos del contratista de turno.
La Corte Suprema fue contundente en su análisis: «La ponderación integral de los medios de prueba transmiten a la Sala la certeza de la configuración del dolo en el comportamiento de Monsalvo Gnecco.» No fue negligencia. No fue error administrativo. Fue, en palabras del alto tribunal, un abandono deliberado de sus deberes de orientación, vigilancia, control y supervisión.
Pero aquí viene lo delicioso del cinismo: Monsalvo y su defensa intentaron refugiarse en el «principio de confianza«. Básicamente, argumentaron que él había delegado la contratación en funcionarios de confianza y que no podía estar en todos los detalles. La Corte le respondió con la claridad que merece semejante argumento: delegar no es sinónimo de desaparecer, especialmente cuando se trata de un programa que alimenta a la población escolar más vulnerable del departamento.
Los números que no cuadran: cuando la matemática delata a los corruptos
Las irregularidades encontradas por la Corte no son pequeñas inconsistencias administrativas. Son señales luminosas de un sistema diseñado para robar:
El engaño de los beneficiarios: Los estudios previos proyectaban un número de estudiantes mayor al real. Más niños en papel significaba más dinero en el contrato. Clásica estrategia de inflación de cifras para inflar también el presupuesto.
La trampa del plazo: El contrato establecía un plazo de ejecución de 59 días, aunque el convenio interadministrativo 842 disponía que el servicio debía abarcar 180 días —la totalidad del calendario escolar. ¿Por qué? Porque a menos días de ejecución, más concentrado el flujo de dinero, más difícil el seguimiento, más fácil la apropiación indebida.
La liquidación fantasma: El contrato fue liquidado sin contar con la información y los soportes completos que permitieran verificar el cumplimiento del objeto. En otras palabras: cerraron el negocio sin revisar si se cumplió lo pactado. Porque, claro, cuando el objetivo es robar, lo último que quieres es verificar.
Y mientras todo esto ocurría en las oficinas de la Gobernación, el 55% de los cesarenses vivía en inseguridad alimentaria, es decir, sin acceso a la comida que cubre sus necesidades básicas. En el Caribe colombiano, 7 de cada 10 personas sufren esta condición. Pero para Monsalvo y su consorcio, esa vulnerabilidad no era un problema social a resolver, sino una oportunidad de negocio a explotar.
El clan Gnecco: tres décadas saqueando el Cesar
Para entender el caso Monsalvo hay que entender que no estamos ante un corrupto aislado, sino ante un sistema familiar de apropiación del Estado. La familia Gnecco ha manejado el poder en el Cesar durante tres décadas, y varios de sus miembros tienen un historial de corrupción, vínculos con paramilitares y señalamientos por asesinatos.
La cabeza visible del clan, Jorge Gnecco Cerchar —tío de Luis Alberto—, fue acusado de haber impulsado la llegada de paramilitares al departamento. Lo asesinó el mismo jefe paramilitar cuya entrada facilitó: Jorge 40. Ironías del narcotráfico y la política regional.
Hoy, la matriarca es Cielo Gnecco Cerchiaro, madre de Luis Alberto. Una mujer que estuvo prófuga de la justicia por secuestro y homicidio, reapareció como si nada cuando una fiscal revocó la orden en su contra, y desde entonces ha movido los hilos del poder cesarense con la discreción de quien sabe que el sistema judicial colombiano tiene memoria selectiva.
El aprendizaje de Monsalvo en su primera gobernación fue perfeccionar el esquema familiar. Como reveló corrupcionaldia.com, en esa primera administración cobraron coimas exorbitantes a contratistas de obras civiles —20% y 30%— que impactaban la ecuación financiera de los contratos y dejaban desfinanciadas las obras. Por eso el estadio de fútbol es hoy un elefante blanco, pese a dos adiciones y un costo que supera los $60.000 millones. Por eso varios CDTs quedaron inconclusos. Por eso obras como el hospital de Aguachica tuvieron tropiezos.
Si a una obra le quitas el 30% del capital de trabajo para repartirlo como coima, es matemáticamente imposible que termine bien. Pero para el segundo mandato, Monsalvo y su clan habían perfeccionado el método: ya no cobraban coimas a contratistas. Ellos mismos se volvieron contratistas a través de un entramado de empresas prestanombres.
Los otros casos: porque uno nunca es suficiente
La condena del PAE no es el único lío judicial de Monsalvo. Es apenas uno de varios:
Corrupción electoral (absuelto): En 2011, cuando buscaba su primera gobernación, firmó un pacto con líderes comunales de Valledupar: les ofreció que si 800 familias de desplazados en un terreno conocido como Tierra Prometida votaban por él, los dejaría en el predio. La Corte lo condenó inicialmente por corrupción al sufragante, pero luego lo absolvió en segunda instancia. Qué conveniente.
Contratos COVID-19 (en proceso): La Fiscalía lo acusó de irregularidades en la adjudicación de 23 contratos valorados en $9.000 millones durante la emergencia sanitaria. Aprovechó la pandemia para celebrar contratos sin cumplimiento de requisitos legales para el suministro de kits alimentarios. Porque, claro, cuando hay crisis sanitaria lo primero que piensa un corrupto es: «¿Cómo monetizo esto?»
Contrato de infraestructura (sin procesar): Como documentó corrupcionaldia.com, en 2020 su administración le entregó un contrato por $15.000 millones al Consorcio Pesquero 2019 para obras que hoy están abandonadas. La empresa no existía realmente, y el anticipo del 40% —$4.000 millones— fue entregado sin verificar capacidades. La obra nunca se terminó, las pólizas estaban vencidas, pero la gobernación aprobó una adición de $4.800 millones. Dinero público repartido sin consecuencias.
La Fiscalía ha imputado a Monsalvo en cuatro ocasiones por tres hechos distintos. Es decir, este hombre tiene el récord de ser formalmente acusado más veces que cualquier otro político del Cesar. Y aun así, logró ser elegido dos veces gobernador. ¿Cómo? Porque en el Cesar —como en buena parte de Colombia— la relación entre electores y corruptos no es de rechazo, sino de cálculo pragmático: «roba pero hace».
El sistema que lo permite: más allá de Monsalvo
La condena de Monsalvo es importante, pero sería un error creer que con meterlo a la cárcel se resuelve el problema. Porque el verdadero escándalo no es que un político corrupto haya robado. El verdadero escándalo es que lo hizo durante años, con métodos conocidos, ante los ojos de múltiples instituciones de control, y nadie lo detuvo a tiempo.
¿Dónde estaban los entes de control cuando se firmaba un contrato con sobrecostos evidentes? ¿Dónde estaba la Contraloría cuando se liquidaba sin soportes? ¿Dónde estaba la Procuraduría cuando se violaban principios básicos de la contratación pública? La respuesta es siempre la misma: llegaron tarde, cuando el daño ya estaba hecho, cuando el dinero ya estaba repartido.
Y mientras tanto, los niños del Cesar —esos que debían recibir alimentación escolar— seguían con hambre. Porque en esta Colombia de papel donde todo está reglamentado, normado y controlado, lo único que funciona eficientemente es la capacidad de los corruptos para burlar el sistema.
Monsalvo no actuó solo. Tuvo cómplices en la Secretaría de Gobierno, en la Secretaría de Infraestructura, en las oficinas jurídicas de la gobernación. Todos esos funcionarios que revisaron contratos, que firmaron actas, que aprobaron liquidaciones, sabían que había irregularidades. Pero callaron. Porque en el Cesar —como en tantas regiones de Colombia— el silencio cómplice se paga mejor que la denuncia ética.
¿Y ahora qué? La ilusión de que esta vez será diferente
Con la ratificación de la condena y el traslado inmediato al Inpec, muchos celebran. Por fin, dicen, la justicia funciona. Por fin un corrupto grande pagará. Por fin hay consecuencias.
Permítanme ser escéptico.
Monsalvo irá a la cárcel, sí. Cumplirá algunos años, probablemente. Pero mientras esté encerrado, el clan Gnecco seguirá operando. Porque como bien se sabe en los círculos políticos del Cesar, aunque hoy no hay un Gnecco al mando en el departamento, controlan el poder a través de aliados como la actual gobernadora Elvia Milena Sanjuán.
El poder en Colombia no se ejerce solo desde los cargos públicos. Se ejerce desde las redes familiares, desde las alianzas empresariales, desde los favores políticos acumulados durante décadas. Los Gnecco llevan treinta años construyendo esa red. No se deshace con una condena.
Además, mientras Monsalvo está en la cárcel, ¿qué pasa con los otros implicados? ¿Qué pasa con los funcionarios que facilitaron las irregularidades? ¿Qué pasa con el consorcio que se embolsilló los $3.000 millones? Porque en este país, la justicia tiene una extraña costumbre: persigue al político corrupto con cámaras y titulares, pero deja en paz a los empresarios corruptos que se beneficiaron del saqueo.
La pregunta incómoda: ¿por qué seguimos eligiendo corruptos?
Aquí está la verdad que nadie quiere admitir: Monsalvo fue elegido dos veces gobernador. La primera vez en 2011, la segunda en 2019. Es decir, entre su primera gestión —con todas sus irregularidades documentadas— y su segunda elección, los cesarenses conocían sus métodos, conocían sus vínculos, conocían su historial familiar. Y aun así lo eligieron.
No fue fraude electoral. Fue voluntad popular.
Porque en Colombia hemos normalizado la corrupción al punto de convertirla en criterio de selección política. Preferimos al corrupto conocido que «hace obras» —aunque esas obras cuesten el triple de lo debido— que al político honesto que promete transparencia pero no tiene la maquinaria clientelar para llevar votos.
El PAE del Cesar debía alimentar niños vulnerables. Terminó alimentando las cuentas bancarias de un consorcio y las arcas políticas de un clan familiar. Y lo peor no es que pasó. Lo peor es que seguirá pasando en otros departamentos, con otros gobernadores, con otros programas, porque el sistema está diseñado para eso.
Más allá del titular: entender el sistema
Este artículo no es solo sobre Monsalvo. Es sobre cómo funciona la corrupción estructural en Colombia. Es sobre cómo los mecanismos legales y burocráticos que supuestamente protegen el patrimonio público terminan siendo instrumentos para saquearlo. Es sobre cómo la impunidad no es la excepción sino la regla, y las condenas como esta son apenas el parche visible de una herida sistémica.
La Corte Suprema hizo su trabajo. Condenó a Monsalvo. Le cerró las puertas a los beneficios. Lo mandó a la cárcel. Pero mientras el sistema que permitió su ascenso, su reelección y su modus operandi siga intacto, habrá otros Monsalvos. Con otros apellidos, en otros departamentos, con otros programas sociales convertidos en botín político.
Porque la verdad incómoda es esta: en Colombia no faltan leyes contra la corrupción. Sobran funcionarios dispuestos a violarlas, ciudadanos dispuestos a mirar para otro lado, y sistemas de control que llegan siempre un día tarde y un peso corto.
La condena de Monsalvo es un pequeño triunfo. Pero la guerra contra la corrupción estructural apenas comienza. Y se pierde cada vez que elegimos a un político por las obras que hace sin preguntarnos cuánto costaron realmente, quién pagó las sobrefacturas, y qué niños se quedaron sin almuerzo para que el gobernador de turno pudiera financiar su reelección.



