Emilio Otero Dajud, el arquitecto invisible del poder corrupto en Colombia, personifica la sofisticada simbiosis entre política y narcotráfico que ha carcomido las instituciones democráticas del país. Como secretario del Senado durante una década crucial (2002-2012), este sahagunense apadrinado por la élite política cordobesa transformó un cargo aparentemente administrativo en un trono de influencia absoluta sobre la maquinaria legislativa nacional. Mientras controlaba qué proyectos avanzaban y asignaba privilegios a senadores, Otero Dajud construía en las sombras un imperio inmobiliario vinculado al lavado de activos del narcotráfico, destacándose su participación en el megalote Alcalis de Cartagena, adquirido por $10.000 millones en sociedad con emisarios paramilitares. Su capacidad para sobrevivir escándalos, reciclar su poder mediante contratos gubernamentales de $93 millones en 2024 y responder con amnesia selectiva («No sé de qué me está hablando») ante las acusaciones, lo convierte en el paradigma perfecto del funcionario que erosiona desde dentro la democracia mientras opera bajo la apariencia de impecable legalidad.
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